domingo, 25 de abril de 2021

Un poeta en las cavernas

Pocas veces un poeta se interna en las cavernas más negras del lenguaje, y consigue iluminar el mundo desde el fondo, como Clayton Eshleman (1935-2021). Hijo de un ingeniero y un ama de casa (“¿cuál es la naturaleza de la noche? ¡dejé mi vida en la tumba de mi madre!” escribiría en An anatomy of the Night), descubrió la poesía durante sus clases de escritura creativa en la Universidad de Indiana, donde estudió Filosofía y empezó a leer obra traducida de Lorca, Perse y otros poetas, a cartearse con Louis Zukofksy y Robert Creeley, y a interactuar con poetas más cercanos en edad a él: Paul Blackburn, Robert Kelly, Jerome Rothenberg y David Antin, por ejemplo. Paul Blackburn lo presentó con William Carlos Williams, Allen Ginsberg y Denise Levertov. El joven Clayton iba camino muy temprano a convertirse en uno de los poetas más descollantes de la tradición norteamericana reciente. He aquí que, con apenas treinta y dos años, funda y dirige la histórica revista Caterpillar (1967-1973), que se extendió por veinte números. Previamente editó Folio (en sus años de universidad) y concibió en Lima Quena, publicación periódica abortada en su primer número por razones de orden político. Entretanto, anduvo viajando por España, México, Perú, Japón, París, y al visitar las cavernas de Lascaux se despierta su interés por el mundo paleolítico, que se convertiría en el eje de su estética. Poco antes de partir a Francia en 1973, había escrito en su libro Coils, como premonición: Yorunomado cerró la mano izquierda de mi libro. / Desde ahora, dijo, / tu obra se interna en la tierra. Y, en efecto, esa mano izquierda de su libro resultaría ser la fase inicial de su vida literaria, y a partir de ahí el internamiento en tierra lo condujo al descubrimiento del inframundo del Periodo Glacial, según sus propias palabras en la Introducción a Juniper Fuse: Paleolithic Imagination & the Construccion of the Underworld, un texto en 400 páginas construido durante veinticuatro largos años. A su regreso en 1981 emprendió el proyecto de la segunda gran revista que fundó y dirigió: Sulfur (subtitulada A Literary Tri-Quarterly of the Whole Art), cuya vida se extendió por casi dos décadas y cuarenta y seis números, con su compañera Caryl de editora gerente. En sus páginas, al igual que en tomos de ensayo y varios poemarios –como sus libros Hades in Manganese (1981), Fracture (1983) y Under World arrest (1994)– se desarrolla parcialmente esa “recuperación de la profundidad, de lo insondable” que significó para él el Paleolítico superior, en tanto que Hotel Cro-magnon (1989) y From Scratch (1998) lo hacen de manera muy particular. El culmen de esta búsqueda, Juniper Fuse (2003), como Eshleman afirma es “una anatomía compuesta de poesía, prosa poética, ensayos, conferencias, notas, sueños y reproducciones visuales”, una “composición cambiante a la manera de un móvil de Calder: la poesía transformándose en prosa y la prosa transformándose en poesía”. Parece decidido a erigirse en el poeta autoexiliado de la República pues, a diferencia de la singular alegoría de Platón, es justamente en las sombras, internándose en las “vísceras cavernosas”, donde descubre la inteligibilidad del mundo. Tras un remonte a las metáforas del Cro-Magnon, Eshleman considera que los trazos del hombre y la mujer primitivos fijaron la conciencia del ser, al percibir al animal como un otro, y que la mente del Paleolítico reside en el reino de la imagen: se trata de poesía en estado puro. El inframundo de las culturas cavernícolas correspondería al subconsciente del hombre moderno. Conducir todo este fardo por los rieles literarios sólo podría realizarse cuestionando la poesía desde el poema mismo. Y ese ha sido su designio. Definitivamente, y en general, la escritura de Eshleman “no coopera con el gusto, ni los juicios, ni los estándares estéticos” cómodos a los lectores, como se dijo en su momento en el New York Times Book Review. Y no es extraño: hacer concesiones no es precisamente un atributo suyo, contradictor constante, asiduo a las negaciones, constructor por desmontaje. Su furor no tuvo límites: editor incansable, investigador acucioso, pensador. Y su faceta de traductor es simplemente impresionante: desde Residencia en la Tierra de Neruda hasta toda la poesía de César Vallejo; desde Aimé Césaire a Vladimir Holan a Antonin Artaud, pasando por Bei Dao y hasta José Antonio Mazzotti, con un arco pleno de nombres y poéticas dispares. Estuvo además envuelto en los alucinógenos tanto como en los movimientos antibelicistas, y fue un viajero incansable. Un coctel bastante espeso de fecundo contenido. Una de sus principales transgresiones, analiza Eliot Weinberger en la introducción a la antología The Name Encanyoned River: ver la vida de la mente como una serie de imaginativas confrontaciones con el “otro” –otros humanos, otras especies, el otro histórico, el otro geográfico, el otro personal. Ese otro histórico (una constante en la poesía norteamericana del siglo: para Pound la China Antigua, para H.D. la Grecia Clásica, la Mesopotamia para Olson, el Neolítico para Snyder) es para Eshleman, fundamentalmente y como hemos consignado, el Paleolítico superior, y con su tratamiento ha levantado un mito: que éste representa la crisis del hombre separándose del animal, el nacimiento (al tiempo que caída) original. A este modelo habría que añadir las influencias recogidas de sus versiones de Vallejo y de Artaud (cuyos influjos Eshleman aplica en lo que llama lower body, cuerpo bajo: semen, babas, excremento, flujo menstrual...); la exploración del eterno femenino en What She Means (1978) y los múltiples datos autobiográficos que deja colar de línea en línea. Como se ve, una poesía plural y desbordante, tardíamente traducida al castellano. Por su insistencia en la Edad de Piedra, el mundo tribal y las culturas milenarias se le asocia con Charles Olson y con la etnopoesía. Por su escritura innovadora se le vincula con los poetas y teóricos de L=A=N=G=U=A=G=E (Marjorie Perloff, Bruce Andrews, Charles Bernstein, que escribe: “no hay documento alguno de la civilización / que no sea al mismo tiempo un / documento de la barbarie”), quienes además colaboraron profusamente en Sulfur magazine, la que constituía un islote editorial para escrituras alternativas y experimentales. En una flecha temporal más meteórica, la llamada ecopoesía también le debe parte de su rápido caudal, cuya desembocadura viene a ser la fascinante obra del geólogo y poeta Forrest Gander, colaborador relevante de la revista Ecopoetics –editada por Jonathan Skinner–, y que publicó en 2012 junto a John Kinsella Redstart, an Ecological Poetics, y luego obtuvo Premio Pulitzer de Poesía 2019 con Be With, libro que cuenta con dos versiones en nuestro idioma: Estar con (Mangos de Hacha, México, 2019, traducción de Ricardo Cázares) y Está con (Libros de la Resistencia, Madrid, 2019, traducción de Antonio Alarcón). En 1980 Gary Snyder escribió a Eshleman: “conocer más sobre la imaginación del Paleolítico es conocer la Paleo Ecología de nuestras propias mentes”. Se hace visible el trazado de una línea continua –que viene desde Olson–, entre la etnopoética (creada por Rothenberg con abundante eco) y la Ecopoesía de Jack Collom, Juliana Spahr, Forrest Gander y otros más. Por último, el vínculo de Eshleman con la poesía escrita en español se ha producido en forma de un intercambio enriquecedor, primordialmente con México y Perú, donde incluso publicó un opúsculo: The Chavín Illumination (Lima, La Rama Florida, 1965). En México se editaron en 2013 Sealoque / Everwhat (Mantis Editores/Instituto Queretano de la Cultura y las Artes, traducción de José Manuel Velázquez) y Mecha de enebros (Aldus, traducción completa de Juniper Fuse hecha por Hugo García Manríquez). Vale recordar que la primera edición de Everwhat ocurrió en Islas Canarias (Zasterle Press, 2003). A mi modo de ver, ha sido una difusión bibliográfica al ralentí. Yo mismo empecé a traducirlo y publicarlo a partir de 1997 (revista POESÍA N° 113-114, Universidad de Carabobo, Venezuela), luego del impacto que me produjo la lectura de sus textos en Una antología de la poesía norteamericana desde 1950, de Eliot Weinberger (Turner para España y Ediciones del Equilibrista para México, 1992, edición en español de María Baranda). La llama comunicativa entre nosotros se mantuvo viva todo el tiempo, gracias al intercambio de cartas, postales, libros y revistas, y pasó con la Internet a los correos electrónicos. Así, le propuse traducir su brevísimo The Aranea Constellation cuando me lo envió, pero ya García Manríquez estaba en proceso de hacerlo, y se incluyó en la mencionada edición como Colocaciones II: “la Constelación Araña”. A cambio, Eshleman me pidió preparar una antología suya que contuviera los poemas que yo eligiera y algunos seleccionados por él. Como anécdota supletoria, recuerdo haberme interesado en su poema “Monumental”, en memoria del pintor Leon Golub, y enseguida me advirtió que ya Mario Domínguez Parra lo había traducido. A sus setenta y cinco, finalmente se expandía su poesía en español. Nuestra muestra antológica saldría, por sugerencia suya, bajo el título de “Una anatomía de la noche”, en honor a su antepenúltimo poemario, An Anatomy of the Night (2011). No pudo ser: quise buscar, antes de llevarla a término, y como estímulo al proceso, una editorial dispuesta a erogar (primero lo primero) el pequeño monto por los derechos de autor a Eshleman. Una década después, no ha aparecido quien la edite. Y ahora Eshleman ha muerto. Ha viajado –iluminando su camino con una rama de enebro– de regreso a las cavernas del origen. Nacido en Indianápolis (Indiana) un primero de junio, falleció hace un mes, durante la madrugada del 29 al 30 de enero, en Ypsilanti (Michigan). Y esta es la necrológica de un lector que, simplemente, lo admiraba. Por nombres como el suyo se titula esta columna “El canon accidental”: por esas obras que –ajenas al afán de fijar las jerarquías y el sentido genealógico de las “autoridades”–, un día tú descubres por azar, y decides construir con ellas un canon propio.

Si pudiera pensar, el corazón se pararía

Eso dice el escritor luso Fernando Pessoa (Lisboa, 1888-1935) en el fragmento 1 del Libro del desasosiego. Ninguna lectura más pertinente, para los tiempos que discurren. Es lo más apropiado para un náufrago, tanto si zozobrara en una isla solitaria o en la mar de una metrópolis. El ser humano de hoy está solo y tiene miedo. Ha naufragado en sí mismo, puertas adentro y confinado a un mundo en línea. Bastó la multiplicación de un virus para que pulsos y bits sustituyeran a las personas reales del universo offline con las que se vinculaban, y el contacto carnal se ha derretido a causa del liquid love descrito por Zygmunt Bauman. Aunque, como escribió Pessoa, “toda la literatura consiste en un esfuerzo para hacer real la vida”, volverla menos licuada, cosa que intenta en estas hojas. El tomo, póstumo e inédito hasta 1982, sería inicialmente atribuido a su heterónimo Vicente Guedes, y luego a Bernardo Soares, el más ortónimo de sus alter egos. La primera traducción en todo el mundo fue al castellano (Seix Barral, edición, introducción y traducción de Ángel Crespo), en 1984, originando un terremoto con réplicas editoriales: Libro del desasosiego. Un día en la (no) vida de Bernardo Soares, antología, introducción y traducción de Luis Morales, Editorial Funambulista; Vasques & Cía. Fragmentos de la oficina del desasosiego, presentación y traducción de Manuel Moya, Editorial Berenice; Libro del desasosiego, edición y traducción de Manuel Moya, Alianza Editorial; Libro del desasosiego. Fernando Pessoa como Bernardo Soares, Emecé, edición de Richard Zenith y traducción de Santiago Kovadloff; y Libro del desasosiego, edición de Richard Zenith y traducción de Perfecto E. Cuadrado, Acantilado. Livro do desassossego fue paulatinamente siendo vertido a otras lenguas europeas, en las que a mi entender el atractivo pierde impacto: Il libro dell'inquietudine en italiano, Livre de l'inquiétude en francés, The book of disquiet en inglés. Lo adjudico al propio título, pero además a lo que implica éste: desasosiego equivale al sentimiento del ennui cioraniano. No se trata exactamente de inquietud, intranquilidad, disquiet (vale decir unrest, anxiety, nervousness). Desasosiego es el vacío vital, el tedio fundamental, el individuo colapsando en sí. Un sentimiento aplicable, como entrada de un manual: “el sosiego positivo de todo me llena de rabia”, fragmento 101. Desasosiego, aquí, es palabra familia de la portuguesa Saudade: un vocablo indefinible e intraducible, pero que cerca de sentirse maniatado por los acontecimientos (ver Introducción a la saudade: antología teórica y aproximación crítica, de Dalila L. Pereira Da Costa, FCE, México, 1989). El manuscrito fue encontrado en un baúl, entre múltiples papeles y fajos sueltos, de ahí que, tras su transcripción, padezca de zonas truncas. Abundan los señalamientos del tipo: […], palabra o pasaje ilegible; / /, reserva del autor acerca de una palabra o expresión; ( ), duda del autor en cuanto a la inclusión de una o más palabras y (…), pasaje dejado incompleto por el autor. Y esos símbolos de ausencia, de insolubilidad, de qué o cómo pudo haber sido dicho algo, remedan nuestra vacuidad contemporánea de zombies zoomizados, porque “hay metáforas más reales que las personas que pasan por la calle” (157). En casi 500 fragmentos y otra data, redactados durante 23 años, detalla la biografía sin acontecimientos de Soares, revelada poco a poco en una habitación alquilada y amueblada “para mantener el tedio”. Ese Soares que “aparentaba treinta años, delgado, más alto que bajo, exageradamente encorvado, vestido con desaliño, con aire de sufrimiento y privaciones, cenaba siempre poco y acababa fumando tabaco de hebra” a quien Pessoa conoce (reconoce) en un restaurante disfrazado de taberna, se le parece demasiado, como aquel supra-Camoens que anunciara, y en cierto modo como todos los otros heterónimos. Pero Soares es mucho más Pessoa que Caiero, Ricardo Reis, Álvaro de Campos o C. Pacheco. Se percibe así en el aspecto físico, lo que fuma y come, el oficio, la profusa soledad, la manera de arrastrar los pies por las calzadas. Pessoa ve a Soares en aquel establecimiento de entresuelo como Caerio ve (fragmento 160) a un anciano moviéndose impaciente bajo la lluvia, un “símbolo de nadie; por lo cual tenía prisa”). Quizás por eso dijo: Bernardo Soares “soy yo menos el raciocinio y la afectividad”. La naturaleza híbrida del Libro del desasosiego (pues se mueve entre el ensayo, el poema en prosa, el diario íntimo, la narración y la descripción), y su compuesto fraccionado, lo hace pieza ideal para un damnificado de la vida, para el hombre desplazado hasta el olvido. Lo que pasa es que se trata de un retrato existencial, un ridiculum vitae, la autobiografía inocua y en pedazos de un alma urbana cuyo “tiempo es un abismo oscuro y viscoso, un pozo que no se usa en la superficie del mundo” (396). Sus páginas plantean los desórdenes de la civilización occidental en el desplazamiento gélido, material y despiadado de las metrópolis en tiempos de frívola postmodernidad y en plena Era del vacío (Lipovetsky): todas las ideologías en estado cadavérico y las grandes religiones cuestionadas. La frescura con que el lector apura estas palabras suyas, pese al siglo de distancia, es un indicador indiscutible de la perennidad de nuestros avatares y continuos “banquetes de aflicción”, comensales del poema de Cayo Claudio Espinal. Por virtud de actualidad, el drama em gente es gente en drama. Pessoa murió sin aclarar el orden definitivo de su texto, lo que también daría oportunidad a su reconstrucción a partir del yo del náufrago, aunque fuera al releer o reescribirlo sobre arena. El Libro del desasosiego es un auténtico work-in-progress, habiendo sido escrito así, en estado no definitivo. Abriendo el libro en cualquier parte, se puede armar el puzzle del naufragio personal, de nuestra intrínseca desolación. Estos bloques de prosa, a los ojos del poeta, siempre fueron bocetos, y contienen ambigüedades, incompletez de desarrollo, abundantes contradicciones. De ahí que corresponda a los lectores definir sus rasgos por el tamiz del ojo en la silueta. Una nota rescatada del propio Pessoa indicaba que su libro contendría residuos o intervalos. Nada es definitivo en estas páginas. ¿Hay mayor desasosiego que el de encontrarse solo en una isla, rodeado de mar, arena por todas partes, esqueletos de crustáceos, troncos secos, y sin el salvavidas de un dispositivo electrónico? Y, al mismo tiempo, ¿hay mayor desasosiego que el de nuestras multitudes texteando permanentemente nada para espantar su desamparo? Pessoa, como nosotros ahora, se movía por la Tierra como en una burbuja nebulosa, en su propia isla portátil. Por eso hubo de inventar su drama em gente (en personajes), su multiplicación en otros sin dejar de ser él mismo. Como quien crea “perfiles”, y se convierte en su follower en Twitter, su suscriptor en Instagram, uno de sus propios friends en Facebook. Este el caso de Soares, el autor putativo de este libro escrito en prosa por un versificador –había dicho Pessoa que “en prosa es más difícil otrarse que en verso”–; el mismo oscuro lisboeta tenedor de libros en los cuales sancionaba “las cuentas ajenas y la ausencia de la propia vida”. En esa fragmentariedad hay un vaivén, reflujo: la misma fórmula del intervalo crudo de vivir. De ahí la relación que le veo con Cioran: “Basta con que escuches en silencio y lo oirás todo” (dice el rumano en Breviario de los vencidos, 17). Convencido de que “más vale escribir que atreverse a vivir” (51), el náufrago en una isla o en la ciudad-habitación desierta, el abandonado en una isla o en la isla de sí mismo, participa de la misma incertidumbre del poeta que “no habla la lengua de las realidades” (325), puesto que “no hay problema, sino el de la realidad, y ese es insoluble” (163). Solo (y sólo) con el libro, con su desasosiego, no hay soledad posible. Leamos.

Editar en las tinieblas

Pasadas tres décadas en ejercicio, todavía me pregunto sobre la latitud o la estrechez de límites entre dos de mis oficios: escritor y editor. El registro (limpio, fijo y dador de esplendor) del diccionario, indica que editar es publicar por medio de la imprenta una obra; pagar y administrar una publicación y –en una lánguida acepción tercera–, “adaptar un texto a las normas de estilo de una publicación”. Para entender el acto de escribir no es preciso un lexicón: uno barrunta (intuye, sabe) en qué en efecto consiste. Se suponen dominios deslindados: editor es quien edita y escritor es quien escribe, para acotar con sobriedad los campos. Acaso sea así, pero sólo en apariencia –que es un aspecto de la esencia, Lenin dixit; si bien aquélla manifiesta la verdad del objeto, contradice Edmund Husserl. ¿Cuáles son esas punzantes aristas que implican y complican sus correspondencias? ¿Cuántas de sus puntas se interconectan y a qué profundidad lo hacen? Más allá del hecho comprobado y comprobable de que los editores con regularidad también son escritores, hay vínculos un tanto más etéreos, inapresables, turbios, que relativizan las distancias entrambos conceptos. El principal punto en común se da, presiento, en la segunda etapa del proceso de la escritura de ficción: aquélla en que la pluma pasa del vuelo de altura al vuelo rasante, en la fría aplicación de técnicas y ajustes al estilo, y el poeta –el narrador, el dramaturgo–, retoma la materia prima, la proto escritura en bruto y comienza a transformarla en producto estilizado. Y eso, también, es editar. Empero, editar es algo más, está un poco más al fondo. Tiene que ver con la estética de imagen, la legibilidad, la seducción visual, el atractivo táctil, para no extender el tropo hacia todos los sentidos (el olfato, por ejemplo, puesto que en las catacumbas de la psique del lector se encuentra cincelado el aroma a tinta fresca). También se sobrentiende que un editor ha de ser lector omnívoro, y no sólo dominar propiamente la escritura, sino, además, y necesariamente, la prosodia y la gramática, la cultura literaria y el galanteo sugestivo característico de la publicidad comercial, ya que el objeto “libro” –y el periódico, las revistas, y hasta los mapas de carretera– participa en el mercado en términos de adquisición, venta y comercialización de productos e inversión y recuperación de costos. Cuando se trata de cultura (cosa que aprendí durante mi postgrado en Gestión de las Industrias Culturales y Creativas), delimitar, constreñir, puntualizar, no necesariamente fijan un concepto. En nuestra disciplina todo es bastante elástico, plural, diverso. Elastilingüe, pues, diría Paulo Leminski. En ese tenor, el nivel de complejidad de los procesos editoriales fuerza a que todo intento de precisarlos sea aproximativo, como el hombre de Tristan Tzara. Para empezar, hay varios tipos de editores, de los que enumero algunos: 1. Editor principal o director editorial (acquiring editor, acquisitions editor, managing editor, commissioning editor, editor in chief: suele ser el director editorial o editor senior, cuya función principal es adquirir derechos de obras y obtener contratos con autores o sus agentes, investigar y buscar obras para ser publicadas, negociar durante las visitas a ferias de libros, etc.). 2. Editor de contenido o editor de textos (copy editor, proofreader: quien realiza la edición de un manuscrito previo a su publicación, y a veces hace corrección de estilo, mezclando sus funciones con las del corrector ortotipográfico y/o con las del corrector de pruebas o galeradas). 3. Editor propietario de una editorial (conocido como publisher: puede que también haga labores propias de edición o no). 4. Editor de proyecto (o coordinador editorial: supervisa todas las etapas de producción de un libro, se asegura de que los procesos sean ejecutados correctamente, y lleva el día a día con los autores y las imprentas). 5. Editor digital (editor que posee formación en el sector editorial tradicional, pero se concentra en los aspectos de la edición digital, gestiona autores y contenidos en línea y redes sociales, así como los formatos de libros electrónicos). 6. Editor técnico (establece la presentación de contenido, por lo cual es llamado también maquetador, componedor y, en la República Dominicana, diagramador). (Fuente: Manual de edición literaria y no literaria, de Leslie T. Sharpe e Irene Gunther, Libraria-FCE, México, 2005) Por todo lo visto arriba, es muy probable que un editor participe de varios de esos niveles a la vez –o en todos. En nuestras tierras, editar es un asunto para multitaskers. Y nadie más multitarea que un escritor, un poeta, siempre en afanes ajenos a su oficio de sobrevida y crisis ante la falta de apoyo del Estado y del mercado. Por eso, dada la relación axial entre escritura y edición, se han ido haciendo comunes ciertas simbiosis, hasta la amalgama más notable: el editor-poeta, el poeta-editor. Esta realidad desmiente afirmaciones peregrinas, vertidas hace poco en redes sociales, de que un poeta gestionando una casa editora es inferior a un editor profesional, “genuino”. Esa diferencia es falsa: ambos consiguen, si son gerentes, resultados. Esta falacia de inconsistencia, este argumentum ad ignorantiam, en verdad no es más que un síntoma: el subproducto residual de una preocupante (pues va en creciente) crisis de egocracia en un segmento del sector de las políticas nacionales del libro. Siguiendo a Vattimo –y acaso reduciendo una formulación más general de sus teorías–, en este tipo de funcionariado el egócrata se encuentra en estado permanente de guerra, disparando a todas partes, como un “intento de extender el propio poder sobre los demás, [cosa que lo] lleva a eliminar la otredad o a sujetarla a los propios intereses” (Hacia una lectura hermenéutica de la equidad, Proyecto de investigación para la Universidad de la Gran Colombia de Libia Patricia Pérez, 2017). Ojo a eso. Los egócratas, atrás.
Ante el reciente fallecimiento de Lawrence Ferlinghetti, uno de los más agudos poetas-editores, dicha pretensión (reducir la valía de un poeta en funciones de editor) produciría más sonrojo que estupor. Muy por el contrario: el trabajo a escalpelo de la palabra en verso hizo grandes editores a poetas como Carlos Barral, T. S. Eliot o Cesare Pavese. Y abundan los nombres notables con estas características: Octavio Paz con Vuelta, James Laughlin con New Directions. Y ni hablar de mestizajes más confusos y profusos, como el de ensayista-editor-escritor-y-traductor propio de polígrafos insignes y cercanos como nuestro Pedro Henríquez Ureña. En una mezcla de contento y chasco, reincidentemente he sido ese poeta-editor. Por ejemplo, de revistas con José Alejandro Peña muy a principios de los 80. Fui también editor responsable de varios boletines del taller literario César Vallejo en la UASD (84-86). Y acometí en los 90 la mayor de las audacias: fundé mi propia editorial, llamada Cantus Firmus que, desde Nueva York, publicó para Iberoamérica al cubano José Kozer, y a los uruguayos Eduardo Espina y Silvia Guerra, para eclipsarse justo preparando libros de los dominicanos Alexis Gómez Rosa y Carlos Rodríguez. Sudé la miel más acre corrigiendo galeradas, componiendo, midiendo bien el lomo, eligiendo la portada, el cromatismo exacto, un logo. He creado, además, la editorial Libros de Viento y Borra, y dirigido la Colección Autores Dominicanos de la editorial española Amargord. Y esa fue mi plataforma cuando el destino me convocó para reconducir la nave de los locos de una editora estatal, con lo que se me anexaban el reto de la gerencia efectiva, la brega con océanos de egocentrismo y la gestión de una industria cultural. Así, me correspondió dirigir la Editora Nacional del Ministerio de Cultura (fundada en 2002), con un equipo fluctuante y reducido, por 12 largos años (2004-2016), durante los cuales construimos un catálogo de alrededor de 800 títulos a pura sangre, sudor y páginas, para un promedio de 5 libros al mes, prácticamente uno a la semana. Me sobrecoge pensar que, en la misma franja de tiempo, escribí y publiqué 11 de mis propios libros (ninguno en la Editora Nacional), tres de los cuales fueron premiados. Parece que el editor sí podía ser poeta, y el poeta editor, sin desmedrar ninguna de sus ocupaciones. Oficio muy difícil el oficio de editor. Oficio muy jodido, como literalmente me advirtió el editor-escritor Avelino Stanley. Pero oficio de dar a luz las letras, brindarle lumbre al conocimiento. Una especie Oficio de Tinieblas, si se quiere, a propósito que corren tiempos de cuaresma y cuarentena: Oficio de Tinieblas era aquella ceremonia católica de la Semana Santa, para memoria de la muerte de Jesús, en la que se utilizaba un candelabro de 15 velas (tenebrario), las que luego se iban apagando hasta dejar el templo a oscuras tras el canto de los salmos, quedando encendido sólo el cirio principal, como símbolo de la existencia inextinguible de nuestro Redentor. Hacer la luz eterna sobre el Verbo, y que resalte un libro en las tinieblas, desde su anonimato. Eso sería editar, “el más grande, más terrible y más bello de los mundos posibles, desafortunadamente un libro, nada más que un libro” (Maurice Blanchot, en El libro que vendrá. Imagen: Logo de la Editora Nacional 2004-20016, creado por León Félix Batista.

martes, 22 de diciembre de 2020

DESCARGAS GRATUITAS DE POESIA

DESCARGUE AQUÍ GRATUITAMENTE la colección completa “Poetas en Los Confines” de Ediciones Malpaso DIARIO EL HERALDO y del Festival Internacional de Poesía Los Confines . Son 45 plaquettes virtuales de poesía de 45 poetas de 36 países, traducidos de 16 idiomas al español. Agradecemos a Casasola Editores, Editorial Universitaria y la UPNFM por su apoyo en la publicación y difusión de estos cuadernos de poesía. 1. "Regreso del asombro" de Juan Manuel Roca. https://bit.ly/2H6FBsU 2. “Entre las manos” de Yolanda Castaño. https://cutt.ly/YolandaCastanoEH 3. “Tiempo de la noche” de Nataša Sardžoska Sarsowski. https://cutt.ly/NatashaSardzoskaEH 4. “Barro de mi propio barro” de Osvaldo Sauma. https://cutt.ly/OsvaldoSaumaEH 5. “Al final de la niebla” de Fabio Castillo. https://cutt.ly/FabioCastilloEH 6. “Metal de los adioses” de Alfonso Fajardo. https://cutt.ly/AlfonsoFajardoEH 7. “Una tierra de luz” de Keijiro Suga. https://cutt.ly/KeijiroSugaEH 8. “Así estamos hechos” de Sylvie Marie. https://cutt.ly/SylvieMarieEH 9. “En la noche hundida” de Samantha Barendson. https://cutt.ly/SamanthaBarendsonEH 10. “En la soledad del nuevo día” de Xavier Oquendo Troncoso. https://cutt.ly/XavierOquendoTroncosoEH 11. “Las piedras encendidas” de Ellen M. Taylor. https://cutt.ly/EllenMTaylorEH 12. “Conjura contra el sol” de Fabricio Estrada. https://cutt.ly/FabricioEstradaEH 13. “Devoción al caos” de Rommel Martínez https://cutt.ly/RommelMartinezEH 14. “Para saciar el miedo” de Yolany Martínez Hyde. https://cutt.ly/YolanyMartinezEH 15. “Contemplación de frío” de Martín Cálix. https://cutt.ly/MartinCalixEH 16. “Paisaje del caos” de Luis Filipe Sarmento. https://cutt.ly/LuisFilipeSarmentoEH 17. “Antes del final” de René Morales. https://cutt.ly/ReneMoralesEH 18. “Sobre un puñado de ceniza” de Alejandra Solórzano. https://cutt.ly/AlejandraSolorzanoEH 19. “Caminante de la noche” de Melissa Merlo. https://cutt.ly/MelissaMerloEH 20. “Cicatriz en la piel de marzo” de Marko Pogacar. https://cutt.ly/MarkoPogacarEH 21. “Bajo tierra” de Brane Mozetic. https://cutt.ly/BraneMozeticEH 22. “En voz baja” de Grazyna Wojcieszko. https://cutt.ly/GrazynaWojcieszkoEH 23. “El día olvidado” de Ahmed Al-Mulla. https://cutt.ly/AhmedAlMullaEH 24. “Otros tiempos” de Emilio Coco. https://cutt.ly/EmilioCocoEH 25. “Detrás de las ventanas” de Violette Abou Jalad. https://cutt.ly/VioletteAbouJaladEH 26. “Solo entonces” de Inger-Mari Aikio. https://cutt.ly/IngerMariAikioEH 27. “Íntimas estaciones” de Edda Armas. https://cutt.ly/EddaArmasEH 28. “Lugares inciertos” de Francesca Randazzo Eisemann. https://cutt.ly/FrancescaRandazzoEisemannEH 29. “El cielo comienza en las raíces” de Marisa Russo. https://cutt.ly/MarisaRussoEH 30. “La muerte abreva aquí” de Tudor Cretu. https://cutt.ly/TudorCretuEH 31. “El mundo entra en ti” de Milena Ercolani. https://cutt.ly/MilenaErcolaniEH 32. “No somos más que pájaros” de Silvia Goldman. https://cutt.ly/SilviaGoldmanEH 33. “Hacia la luz” de Gabriel Chávez Casazola. https://cutt.ly/GabrielChavezCasazolaEH 34. “En ningún lugar” de Héctor Hernández Montecinos. https://cutt.ly/HectorHMontecinosEH 35. “Herrumbre de los días” de Berman Bans. https://cutt.ly/BermanBansEH 36. “Pequeños milagros” de Claus Ankersen https://cutt.ly/ClausAnkersenEH 37. “Música Ósea” de León Félix Batista. https://cutt.ly/LeonFelixBatistaEH 38. “Habitar la luz” de Lucy Cristina Chau. https://cutt.ly/LucyCristinaChauEH 39. “Materia de la noche” de Kris Vallejo. https://cutt.ly/KrisVallejoEH 40. “Tristumbre” de Rafael Soler https://cutt.ly/RafaelSolerEH 41. “Un árbol invisible” de Francoise Roy. https://cutt.ly/FrancoiseRoyEH 42. “Frutos prohibidos” de Diana Araujo Pereira https://cutt.ly/DianaAraujoPereiraEH 43. “Otra piel” de Héctor Ñaupari. https://cutt.ly/HectorNaupariEH 44. “Delirio sin sentido” de Nigar Hasan-Zahed. https://cutt.ly/NigarHasanZadehEH 45. “Caudal del origen” de Luis Alberto Ambroggio. https://cutt.ly/LuisAmbroggioEH

EL PALACIO MAKANDAL DE MANUEL RUEDA

EL CANON ACCIDENTAL León Félix Batista EL PALACIO MAKANDAL DE MANUEL RUEDA Como en todo gran poema, hay por los menos tres entradas principales al constructo literario “Makandal”: se consigue entrar en él vinculándolo a los grandes relatos poéticos nativos; se pueden visitar sus verbalmente lujosas y múltiples habitaciones desde la perspectiva del discurrir poético del propio autor; o penetrar en él por vía de sus descendientes literarios. El Palacio Makandal, “nombre de lo escondido y lo innombrable”, posee por esta misma condición también muchas ventanas, varias puertas secundarias, sótano, zaguán, altillo, etc. Puede por tanto ser en principio analizado como discurso constructor del mito identitario nacional, con las metodologías de la Literatura Comparada y la Preceptiva Literaria, o desde la teoría poética de la Angustia de las Influencias , así como desde múltiples otras aristas no menos significativas que estos tres primario vestíbulos teóricos. La última de todas estas puertas abre también a las moradas en que residen los lenguajes de relevantes poetas contemporáneos, abre a la simiente lírica de Rueda. Una vez me referí con amplitud a ello, y lo repito aquí: Es precisamente el creador del pluralismo, Manuel Rueda, [dije entonces] el padre genitor por una vía u otra de los tres poetas dominicanos más importantes de la actualidad: Alexis Gómez Rosa, Cayo Claudio Espinal y José Enrique García. Gómez Rosa, lo mismo que dos o tres [otros poetas], contrajo el pluralismo (cuya inoculación –como por vía del zancudo– fue tan fugaz en la década citada [los 70] como en el panorama literario general, salvo, como se verá más adelante, en Cayo Claudio Espinal y desde éste a Noé Zayas y al novísimo Víctor Saldaña). Tales mudanzas las ejecutará Alexis Gómez Rosa a lo largo y ancho de su trayectoria literaria. Este curioso poeta proteico nos sirve de ejemplo en la diagnosis: ya antes había sido cantor contestatario; después trabajaría el haiku y el concretismo hasta parar a cierta especie de neo-postumismo de sus últimos libros, versión actualizada (en amalgama) del ideario criollizante, salvo que el sujeto, en este maremoto de la verbalidad, se ubica en tierra isleña y también allende sus acantilados, además de contener [y desbordar, diría hoy] una pinta de barroco y neón de la ciudad. Cayo Claudio Espinal (verdadero homo sintaxier, como quiso Mallarmé) también arranca de las aperturas pluralistas en su importante primer libro, Banquetes de aflicción, pero luego se convierte poco a poco en el teórico (y con la praxis, claro está) del Movimiento Contextualista: escritura “cuyo eje creativo central se mueve a través de géneros, artes y textualidades diversas”, según explica: afinidades manifiestas con la escritura plural. Su más reciente libro, La mampara (2002), es el texto más ambicioso jamás escrito, me atrevería a decir, en nuestra historia literaria, un verdadero acontecimiento de pulsión lingüístico-imaginativa: collage de contextos que incluye teatro, ciencia, ensayo sociológico, cómic, estadísticas, narración, fotografía, en sus 395 páginas. José Enrique García, por su parte, rescata la herencia del Manuel Rueda más sereno, dado menos a los quiebres del significante. Ese remanso que se empeña en decir, evocar y describir desemboca, sorprendido, en el relato. Si algo lo distancia de Gómez Rosa y Espinal es su rechazo al feísmo y a la experimentación: mas, si algo los vincula es un común interés por la épica (en Alexis la barrial, en Cayo Claudio la de los próceres y en José Enrique la del hombre común en contacto con el mundo natural); aunque, siendo preciso, la escritura de ninguno de los tres atenta contra el sentido. (León Félix Batista: Cebar a Can Cerbero [de la poesía dominicana actual] Revista Alforja #33, México, verano 2005) La segunda puerta da, directamente, a ver en este libro –el último que publicara Rueda– como el culmen de la obra de una existencia letrada, puesto que, tal y como señalara en su momento el crítico y narrador José Alcántara Almánzar “Las metamorfosis de Makandal representa la culminación de la carrera poética de Manuel Rueda, quien es el gran innovador de la lírica nacional, con una conciencia de modernidad que se manifiesta desde sus primeras obras.” (En la revista Ciencia y Sociedad, Volumen XXIII, Número 4, octubre-diciembre 1998) Otro batiente de esta puerta abre a una tentativa manifiesta: el mito Makandal cernido en el tamiz autobiográfico. Y es que, según declara José Rafael Lantigua, “El poeta no sabe cómo llegó Makandal a sus sueños, quién le inoculó su veneno, el torbellino de su nombre, quién le mostró en la duermevela de sus instintos y de sus querencias a ese ‘dios desnudo de los laberintos’, entre tías que acompañaban en Montecristi su infancia de mar y sal, y cerca de un Haití de donde provenía aquel ‘ángel del harapo’, que fue el dios de sus fantasías” Es decir que estamos frente a un libro supremamente íntimo en cuanto a visión del mundo, ideología y credo. De ahí que la figura legendaria del François Makandal viviente (esclavo, cimarrón, rebelado contra sus amos blancos y oficiante del vudú, según Moreau de Saint-Méry), sirva de pivote a Rueda tanto para recuperar el bucolismo de la infancia como para la provocación (al Poder político y a la agenda de ocultación racial en los discursos de fundación nacional) que en esencia constituye este poema. No es simplemente cifra y símbolo de la negritud negada y el soslayo de la haitianidad latente, sino también vehículo de apóstrofe y querella contra la codicia político-económica: baste recordar el gran desfile de ratas del Palacio Makandal: La rata nacional / de pie sobre su ratonera / la rata de bicornio / la rata tartamuda / la rata epiléptica / la rata ciega. ¿Qué podemos hacer, se pregunta el poeta, con tantas ratas de minucioso tránsito / por los pasillos del Palacio? Inventarse otro Palacio, pienso yo: un palacio de poesía edificado en un lenguaje desmitificador y lúcido, rebelde y cáustico. Pero al entrar por la primera y ancha puerta de los relatos poéticos nativos, encontraremos que Las metamorfosis de Makandal marcha a la par de otros poemas de altísimo nivel, como Hay un país en el mundo de Pedro Mir, Compadre Mon de Manuel del Cabral, o Yelidá de Tomás Hernández Franco, con el último de los cuales –tal y como se verá en este análisis y señalara José Rafael Lantigua, uno de sus primeros en recensionar el libro– guarda un vínculo profundo . Es en el tempo de escritura y de publicación donde se torna complejo el impulso comparativo con el resto de los relatos mitopoéticos nuestros: no sólo es que Las metamorfosis de Makandal fuera publicado en 1998 (mientras que Yelidá, Compadre mon y Hay un país en el mundo lo serían a una distancia de 5 décadas o más: en 1942, 1943 y 1949 respectivamente), sino que además fue el último libro escrito por Manuel Rueda. Con Yelidá obtuvimos antes un discurso épico de nuestro mestizaje, planteado desde la mitología, y en un despliegue asombroso de concisión simbólica. Como sabemos, el “muchacho noruego blanco y rubio” Erick, “mitad tritón y mitad ángel como todos los muchachos de la playa” zarpa hacia las islas, en las que termina amando a una “grumete hembra del burdel anclado hecha de medianoche a toda hora”, la negra mamasuel Suquiette, posteriormente madán Suquí. “Y así vino al mundo Yelidá” (Cfr. Yelidá, coedición de la Editora Nacional / Editora Ángeles de Fierro, Colección Poesía Esencial Dominicana del Siglo XX, Santo Domingo, 2006), por la mixtura seminal de dioses nórdicos, escandinavos, con dioses de la mitología afro-antillana que produjeron una especie de Eva híbrida, caribeña y madre de una nueva raza. Obviamente, el radio del poema Yelidá es tan amplio como una teoría que procurara conceptualizar (en este caso poetizar) lo étnico. Sin embargo, es evidente que, al colocar el cable en tierra dividida, en esta isla en colisión constante, el poema de Hernández Franco se convierte en precedente del poema de Manuel Rueda partiendo del matiz de “sujeto fronterizo” que define a Makandal, ya no como racial-mulato sino como presencia libérrima y ubicua en la insularidad geográfica. Alcántara Almánzar así lo comprendió, porque tuvo que acceder al Palacio Makandal por dos distintas puertas cuánticas al mismo tiempo: El Makandal plantea [dice el crítico] uno de los temas recurrentes en la trayectoria poética del autor: la isla partida en dos, condenada a las desventuras de una tierra en la que se enfrentan sin cesar sus dos mitades. (…) Es a través de la conciencia del rayano –testigo de entes culturales opuestos y al mismo tiempo complementarios– que se filtran los elementos de un universo animista, compendio de todos los sincretismos posibles. Makandal es justamente un milagroso rayano, el demonio de la frontera, un brujo mandinga, un animal-hombre, que es capaz de transformarse, alternativamente, en ave, pez, mamífero, batracio, camuflando su identidad en otras identidades subhumanas (Op. Cit) No obstante, y de acuerdo con Néstor Rodríguez, este aspecto es todavía más profundo, pues “…el proyecto estético que informa la poesía de Rueda puede analizarse en términos de su carácter subversivo con respecto al ideal de una cultura uniforme de raíz hispánica. En Las metamorfosis, el ser nacional que privilegia el etos dominicano es sustituido por un sujeto que no se aviene a la rigidez de las configuraciones. El resultado obligado de semejante propuesta es la plasmación de un espacio cultural alterno desde el cual se puede vislumbrar un sujeto dominicano afincado en la conciencia de la diversidad.” (En “Manuel Rueda, el exorcista del cuerpo insular”, en INTERPOSICIONES. Santo Domingo: Zemí, 2019. pp 19-25) El propio Manuel Rueda parecería adelantarse a esta lectura de su texto cuando previene que éste es un “libro de las fronteras, anverso y reverso de una geografía enloquecida”: Espíritu de las dos tierras y los cuatro mares, de los mil vientos que te llevan y te traen de la existencia al no-ser, del fuego a los deslumbramientos de tu nada (…) Tierra ninguna o tierra una, parto de isla de donde el sol nace en unos cielos que no han de dividirse. (Cfr. Las metamorfosis de Makandal, introito “MACANDAL. MAKANDAL. MACKANDAL.”, Banco Central de la República Dominicana, Santo Domingo, 1998). De modo que el Makandal / animal-hombre / tendido en carne y rugido / en cauce líquido y en veta sulfurosa, el Makandal de los barrancos con luna no sabe a quién pertenecerle en esta isla de dos memorias (…) con sus costas eslabonadas en una sola hendidura de la roca. Néstor Rodríguez sigue a Rueda en su sondeo, y horada más allá, dilucidándolo: Manuel Rueda escarba en la mitología nacional haitiana y extrae de ella uno de sus mitos de fundación con la idea de problematizar la presunta naturaleza homogénea de la identidad cultural dominicana. (…) En la obra de Rueda la isla constituye la metáfora fundamental, rasgo que vincula Las metamorfosis a una tradición de la pervivencia en la literatura antillana, y que consiste en el relato de una insularidad como elemento retórico primordial de cara a la articulación de un discurso de la nación (Op. Cit.) Y, bueno, ya con esta afirmación salimos por la puerta principal por la que habíamos entrado al Palacio Makandal: aquella por la que este libro acaba siendo, en otra escala temporal, un basamento lírico para el ser nacional equiparable al resto de los relatos mito-poéticos dominicanos. Queden pues para otros escenarios una posible amplificación en su estrategia escritural, estilo, estructura, niveles léxico-semántico y retórico: esos son otros umbrales. El reto es rastrear ahora a Rueda entre las nuevas propuestas poéticas dominicanas, pero por otras puertas. (Diario Acento, 19 de diciembre 2020, https://www.acento.com.do/opinion/el-palacio-makandal-de-manuel-rueda-8894111.html?fbclid=IwAR30aFDy_t_Y34ogTmiWGkWcs43tFht8LN-PAo3MNRhFGYXfdakAh9JoUFg)

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Un miércoles alciónico

, en mitad de una pandemia que arroja miseria y mortandad, Amargord anuncia que este libro salió de imprenta en Madrid. "En tiempos míticos, Alcyone, hija de Eolo, y su esposo Ceyx fueron castigados por haber usurpado el nombre de Zeus y Hera. El castigo consistió en convertirlos en alciones, ave de gran belleza también conocida como "martín pescador". Pero, a diferencia del Dios vengador del Antiguo Testamento, los dioses griegos solían compadecerse de las desdichas ajenas. Así, Zeus y Eolo decretaron que los siete días anteriores y los siete días posteriores al solsticio de invierno tuvieran un estatus especial: los animosos vientos dejarían de soplar para que los alciones, pájaros venerados en diversas culturas, pudieran construir sus nidos y, de esta manera, evitar que la tempestad destruyera sus huevos. Nietzsche habla de los días alciónicos. Los alkyonídes hemérai, días de extraña calma y mortecina luz que invita a la interminable madeja de tranquilidad y desasosiego. Mar en calma de invierno, preñado de extraños presagios. Cuánto tiempo me queda. Días de iluminación también, en donde es posible que se entreabran, siquiera por un instante, las puertas del cielo. Demasiado rápido como para reconocer el rostro de Aquiles. Días de esperanza para todos los que, pase lo que pase, siguen adelante y no miran atrás. Los que desesperan o simplemente se reinventan todos los días. Aquellos cansados de ver la tierra que no cambia y ya sólo aguardan un milagro. Prematuramente envejecido de tanto soñarlo día y noche, va y se produce. Tal vez en días alciónicos como estos. Martin Rasskin"

jueves, 17 de septiembre de 2020

DELIRIUM, DE LEÓN FÉLIX BATISTA, PARA DESCARGAR GRATUITAMENTE

Delirium (Proyecto Literal, Colección Instante Fecundo, México, 2020), con prólogo de Rocío Cerón. Gramática del cuerpo entero Si hablar es una boscosa geografía, Delirium es la floresta casi completa. Placer verbal, fruto encarnado en palabras que sudan y exhalan. Palabras imán, versos cueva, minas de palabras que contienen yacimientos de goces: espacios bífidos, cuerpos circulares (a la manera davincheana). Este es un universo discursivo y estético de corte seminal, es decir, donde se funda un nuevo orden de articulación y de mirada hacia el mundo. No es un libro fácil, no es un lugar cotidiano, y sí, a la vez. Es una historia que se entreteje, que apenas se deja entrever. Estamos ante un abecedario que deletrea estancias carnales, un cierto gozo por las moléculas del lenguaje: música hecha texto o texto que signa un canto, ritmo donde hay mucosas y valvas, donde las regiones del cuerpo son partituras. Más de cien textos que recogen una herencia que va de Lezama Lima a Perlongher, cubriendo zonas y texturas con ecos de un neobarroco neoposmoderno cercano a un lúcido Kozer o a un puntual Echavarren. Diccionario que omite dos letras, una clave en el habla mexicana o peruana: la CH, de chupar (“mamacita, chúpame ésta”), o de chancar (cuerpo sobre cuerpo, en arrumaco deseoso) y la LL de llenura, llamarada o llano (“cuerpo llano que levitas en mi lengua”, decía un poeta insular). Gramática del que comprende, a cabalidad, que el deseo o el cuerpo del deseo siempre será más apetitoso a la hora de la evocación, a la hora de su ser ficcional. Este es un libro-delirio, de una capacidad singular de apoderamiento del lenguaje. Un circo mental donde las construcciones de cada verso son maquinarias exactas. Sentido y reflexión, puntos cardinales de Delirium, como lo es también el espíritu lúdico, pero no por ello menos mental que recorre el poemario. Estamos ante un mapa, una geografía friccionada donde las capas tectónicas del lenguaje se aposentan en un nuevo estado. Fricción, cuerpo sobre cuerpo de una palabra sobre la otra. Discurso de quien alucina, ve espejismos, quiebra pieles, desnuda recuerdos, trae de vuelta a las chicas de la escuela, a sus curvas y miedos. Delirium es arrollador porque no cede: página a página el lector se ve obligado a volcarse entre las protuberancias, entre los pliegues. Aquí, entre estos versos de pelvis, ojos o cerviz, hay que andarse a tientas para no caer ante los cuerpos derribados, ante los corceles sin jinetes en el coxis. Gozadura de goznes, selva y bosque emparentados, en este libro se arriba a buen puerto. Pero no a un puerto de descanso, de certidumbres: se llega a espacio de placer verbal, de extrañamientos y dislocaciones del mundo ordinario y de vuelta a él desde los juegos y decantaciones del lenguaje que ha construido León Félix Batista, quien se ha metido de cabeza, de pies –es decir, de cuerpo entero–, en un continente epidérmico donde hacer yunta entre literatura y realidad sólo es posible cuando, como él mismo dice en el poema Orgía, las pupilas van “tramontando los encajes”. Delirium es, en definitiva, un libro personalísimo y seductor. Rocío Cerón Ciudad de México. https://www.academia.edu/44100492/Le%C3%B3n_F%C3%A9lix_Batista_Delirium_Proyecto_Literal_Coleccion_Instante_Fecundo?fbclid=IwAR3yTvFFuknbvKq2Ke7oQV_K6OPD9FO2szF4Pk25iC7itz8c-T_NJiZHxwo