martes, 25 de febrero de 2020

DE LO BUENO QUE ES DECIR MALAS PALABRAS

Muy buenos días. He sido invitado a estar con ustedes hoy para hablarles sobre la importancia de la lengua materna y la diversidad cultural. Y se me ha ocurrido darles mi opinión sobre lo bueno que es decir malas palabras.
Me serviré para esto de las preguntas que se hace el escritor argentino Roberto Fontanarrosa: ¿por qué son malas las malas palabras?, ¿quién las define como tales? ¿Quién y por qué?, ¿quién dice qué tienen de malo algunas palabras?, ¿Será que acaso las malas palabras abusan las buenas, las patean, las empujan?, ¿son malas porque son de mala calidad, es decir, que cuando uno las pronuncia se deterioran? ¿o son malas palabras aquellas que, cuando uno las utiliza, tienen actitudes reñidas con la moral?” (Roberto Fontanarrosa, http://congresosdelalengua.es/rosario/mesas/fontanarrosa_r.htm)
Espero que ustedes y yo podamos responder a estas preguntas, si no hoy, mínimamente, abandonar esta biblioteca con la intención reflexionar cómo es eso de que cosas tan abstractas como las palabras, cosas compuestas de sonidos y caracteres, no de puños para golpear, puedan ser buenas o malas.
Para mí que las palabras no son buenas. Para mí, las palabras tampoco son malas. Malas o buenas podrían ser las personas que las utilizan, muchas veces para ofender, maltratar, denigrar, destruir o difamar. Otras veces es el otro el que se abroga el derecho de calificar de malas nuestras palabras, con el avieso propósito de que nos callemos y no gritemos nuestra verdad. Lo cierto es que decir malas palabras es muy distinto a decir palabras obscenas o soeces.
El gran filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein solía repetir que el significado de las palabras está determinado por el uso que les demos. Las cosas y los hechos que refieren las palabras casi siempre son múltiples, al menos producen más de un sentido. Por ejemplo, una “mesa redonda” no es únicamente una superficie material plana de forma circular, sino además una reunión en la que se tratan o negocian determinados asuntos, lo cual tiene muy poco de material y sí mucho de concepto y abstracción.
Por otro lado, es evidente ya para cualquiera que calificativos como “terrorista” o “delincuente” aplica a personas totalmente opuestas entre sí. Dependerá de quién haga el señalamiento y la calificación (o descalificación). En estos días, por ejemplo, un condenado por tráfico de drogas llama ladrones a otros, como si tal cosa, como si pudiera haber niveles en los actos delictivos. De modo que es el contexto, el instante y el sujeto que las dice los que otorgan sentido a las palabras. Y ese sentido es muchas veces “malo”.
Lo cierto es que si uno intenta conocer a fondo su lengua materna, llegará a entender la maldad o la bondad de las palabras son relativas y, en consecuencia, podría uno reconocer cuándo está siendo engañado a través del uso de la lengua, así como podrá entenderse con el otro que es distinto a uno, pero que sin dudas hace que uno sea lo que es. Esa relatividad de las palabras va unida con la rica diversidad cultural bajo la cual vivimos.
El poeta francés Stephane Mallarmé llamaba a “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”. “Purificar las palabras de la tribu consiste en “mirar” más allá de lo que ellas directamente dicen; no detenerse en la realidad a la que, de entrada, nos remiten.” (http://www.uam-antropologia.net/pdfs/ceida/alt8-3-diaz.pdf). En ese sentido, creo que el dominio de nuestra lengua materna es esencial para entender nuestro entorno, para entendernos nosotros, para entendernos entre todos. No se trata sólo de comunicación y expresión: esto implica comprender, y comprender arrastra a su vez la posibilidad de cambiar las cosas.
Antes de la muerte de Cristo la crucifixión era el castigo más bajo y denigrante posible para un ser humano. A Jesús, de hecho, lo flanqueaban dos ladrones crucificados junto a él. Lo que ha pasado desde entonces y dos mil años después es que uno de los símbolos más puros de la cultura occidental, y más allá, es la cruz. Ahí tenemos una prueba de que es posible transformar una mala palabra en buena con nuestras buenas acciones.
En su libro autobiográfico “La heredad y las palabras’’ el poeta francés Claude Esteban, hijo de español y francesa, narra las múltiples dificultades que tuvo en su formación escolar, por ser un niño bilingüe. En la escuela todos los otros niños consideraban como una anomalía que pudiera él hablar en dos idiomas, y a veces mezclarlos sin querer. Eso lo singularizaba, lo hacía DISTINTO. He ahí una prueba ahora de cómo ser diferente podría una mala palabra. El niño Esteban sentía que “al hablar español uno experimenta, casi materialmente, la sensación de tener como un pedazo de realidad en la boca”. (pag. 111). Pero nosotros no debemos tener miedo a ser distintos, diferentes. DIFERENCIA debe dejar de ser una mala palabra. Nada de malo puede tener que te llamen “cerebrito”, por ser el más inteligente de tu clase, o que te digan GORDO o FLACO porque pesas un poco más. Así como una niña no se ofende porque la llamen BARBIE para señalar que es la más bella, ninguno de nosotros deberá ofenderse porque si usamos lentes nos llamen CUATRO OJOS. Esas condiciones no nos hacen mejores ni peores. Lo mejor de nosotros está dentro, y debemos exigir que los demás nos juzguen por eso bueno que tenemos.
Hay palabras de todo tipo que otros dicen que son malas. NEGRO, por ejemplo. Una de las experiencias más asombrosas ha sido ver, durante mis 20 años de vida en Nueva York, la carga de polos opuestos que tiene el sustantivo “nigger”, variación de “negro” en el idioma inglés. En el ámbito afroamericano un nigger es el nigger de otro, es su hermano. Pero que alguien de otra raza llame nigger a un negro puede desencadenar una desgracia, ya que tiene un sentido altamente peyorativo y ofensivo. Entre nosotros, llamar “mi negro, mi negra” a alguien querido implica afecto profundo.
HAMBRE es una buena palabra para el agiotista, el negociador que nos vende los alimentos a sobreprecio, para el productor que los elabora sin la cantidad proteínica adecuada. HAMBRE es una buena palabra para el político que busca nuestro voto prometiendo acabar con ella. ¿Y por qué hay que acabarla? Porque, por otro lado, la palabra HAMBRE es una mala palabra, una palabra que designa uno de los grandes males de la Humanidad. Hay que decir lo más alto que uno pueda esa mala palabra: el mundo padece hambre, y exigimos que le sea saciada.
Otra mala palabra bastante buena es ATREVIMIENTO. El atrevido deja de ser el que falta el respeto a sus mayores, para pasar a ser “el que se atreve”. Atrévanse, jovencitas y jovencitos, a cambiar sus realidades, a procurar ser mejores ciudadanos. Aprópiense del habla pública, y hagan de los discursos dominantes las palabras de su tribu. Es su lengua materna: ámenla, estúdienla, conózcanla, enriquézcanla.
Si malas palabras son aquellas cargadas de significados que irritan a los poderosos, yo los invito, jóvenes, a decir y a escribir malas palabras constantemente, hasta que convirtamos este mundo en que vivimos en el mejor de los mundos posibles.
MUCHAS GRACIAS


(Charla motivacional a estudiantes y docentes de la Red de Escuelas Asociadas a la Unesco en República Dominicana, durante la Celebración del Día Internacional de la Lengua Materna, viernes 20 de febrero de 2015)