domingo, 10 de diciembre de 2017

SURVIVING MR. WALCOTT (SIETE DÍAS CON UN PREMIO NOBEL)


León Félix Batista

Día 1
Cómo imaginar que un simple acto lúdico (la traducción de un texto literario) me proporcionaría, dos décadas después, la experiencia de vivir una semana de intensidad poética junto a su autor. Y todavía no sé si adjudicar el acontecimiento a la teoría del azar (determinismo, caos, incertidumbre) o a la de las catástrofes (“va a llevarme quien me trajo”). Primer trimestre de 2008, Feria Internacional del Libro. José Rafael Lantigua, secretario de Cultura, invitó al poeta y dramaturgo Derek Walcott, Premio Nobel 1992. Y recordó que yo había vertido al castellano algunos de sus poemas en mi época gringa del College, lo que continuaba haciendo. Así que heme aquí ungido como “edecán” del poeta y su señora, Sigrid Naman. Ardieron las cosas pronto, y ya en la noche del 28 de abril cenamos en su hotel, donde se mostró frugal en el consumo y parco en la conversación –circunstancia conveniente para que no se quebrara de inmediato la fina capa de hielo de mi inveterado nerviosismo.

Día 2
Casi me hundí en aguas heladas el martes 29, durante el primer encuentro con la prensa. Marianne de Tolentino y yo transcribíamos cosas en apariencia distintas del discurso único que daba el muy serio Walcott. Lucíamos enredados en la bola de manigua del lenguaje: ella traduciendo mentalmente a su francés original y devolviendo en castellano galo; yo a mi vez vertiendo el culto inglés de Walcott pasado por el cedazo de mi broken english de Brooklyn mezclado con el ESL de la universidad. Hasta que di con la clave: mejor que sólo tradujera yo, también poeta, caribeño como él, y frente a un público dominicano, cuya jerga yo me sé. Obstáculo vencido, cero malos presagios. Mas faltaba superar la prueba de la noche, nuestra primera juerga, en casa de Soledad Álvarez y Bernardo Vega.
Salimos a las 6, luego de las parrafadas castrenses de los agentes de seguridad, quienes me nombraron “jefe”, dispuestos a mis órdenes. ¡Qué bien se siente subir al cielo civil, mandar gente con rango! Noté que nos desplazábamos franqueados por motocicletas. ¡Qué bien se siente volar por tierra mirando con desdén el tráfago en fragor de los mortales! Finalmente llegamos, subimos y bebimos –para quedarnos en el argot marcial. Por beber, precisamente, de esos líquidos que a cualquiera hacen locuaz, vimos la primera metamorfosis del poeta. Hasta ese momento fue inglés, como en la quintilla de Fray Juan Vásquez, y brotaron sus tambores caribeños. Se desató (“desacató”, que dicen), al encontrarse allí también con Junot Díaz, estrella literaria rutilante que había colocado como epígrafe de su novela premiada con el Pulitzer un poema de Walcott. Esa noche fue larga, plena, solamente superada por el sol casi saliente.

Día 3
El miércoles 30, muy temprano, esperaba a que Walcott bosquejara coralillos y trinitarias del área de piscina, para acercarme. Habría un recorrido por la Ciudad Colonial y almuerzo con Guzmán Ibarra y Patricia Solano en el polígono central. Ese día, caballero británico otra vez, empezó a dar señales de su grandeza humana, al pedir que el personal y agentes del DNI se sentaran a las mesas con nosotros. Luego al hotel, y a casa, porque aquella habría de ser una noche delirante: primera lectura poética, en el Teatro Nacional, que se reveló insuficiente, pues hubo que habilitar pantallas para el público de afuera, igual en cantidad que el de la sala. Una traductora profesional vertía por los audífonos el esplendor oral de aquel mulato de ojos verdes y pelo en olas, atiborrado de ideas libertarias, memoria épica, truenos de tambores, trópico, crepúsculos, océanos, dolor, Antillas... Leímos un par de cantos de “Omeros”, él de su original, yo de la versión al castellano de Rivas, y respondió preguntas profundas e infinitas.

Día 4
La mañana del primero de mayo lo encontré en la misma pose, esta vez frente a un papel. En el silencio mayor que me haya sido dado guardar, me coloqué a su espalda, procurando en modo alguno interrumpir algún poema. Entrevista y almuerzo en Diario Libre, y a las 4 de la tarde recibido por estudiantes de Letras en la UASD, donde se mantuvo circunspecto: había entrado de nuevo en “modo Sir Walcott”. Acaso por el calor reinante, porque no tuvo que leer poesía ni hablar sino limitarse al homenaje o, quizás (es mi teoría), por su pelea con Sigrid: saliendo del hotel le gritó que subiera al otro auto, porque estaba harto de su parloteo: “me voy solo con León”. Yo quise hacerme el loco ante el pugilato y los alemanes ojos anegados de Sigrid, pero Walcott me involucró: “¿Verdad, León, que las mujeres hablan demasiado?”. Y vino la noche a repararlo todo: cenamos en casa de José Mármol y Soraya Lara. Rodeado de conversación muy alta, licor, poetas con sus esposas, el gato Figo y la perrita Lola, Derek Walcott fue, de nuevo, feliz: un isleño rumbero y cultísimo a la vez.

Día 5
El viernes ocurrió la apoteosis: fuimos inesperadamente invitados a almorzar en Palacio con el presidente de la República, Leonel Fernández. Estarían también Lantigua, Junot Díaz y Alexander Santana, subsecretario de Cultura. El que se suponía fuera día de tregua, a culminar en recepción nocturna, a cuerpo de rey, en el Museo de las Casas Reales (como de hecho sería), se trastocó en el día en que Walcott osciló constantemente entre sus dos personalidades, Hyde y Jekyll simultáneos. Le sorprendió (no me esperaba) que fuera a buscarlo casi al mediodía, aunque aceptó entusiasmado el agasajo del primer mandatario. Pero el diablo no duerme. A distancia de una esquina, en la calle Dr. Delgado, llaman diciendo que el presidente se había complicado y no podría recibirnos sino hasta una hora más tarde. Trágame, tierra. Ordené el retiro de los franqueadores y conducir por las calles de mayor tráfico y embotellamiento. No se me ocurrió mejor manera de retrasar el reloj para el convite. Lo malo fue que Walcott se me volvió de piedra. Enmudeció, asombrado de que ahora sí nos detuviéramos en todos los semáforos posibles. Sudábamos a mares angustia de poetas, pese al aire acondicionado a todo dar. Cuando por fin llamaron: ya nos iba a recibir.

Walcott entonces sufrió un mareo, atribuido a su diabetes. Diligentemente se le atendió en el llamado Salón Verde, todavía con cara pétrea, cuando de repente, todo jarana y joda, entra Junot. El cambio fue brutal: Walcott volvió a ser como por magia afro-caribeño, hombre de azúcar, dialecto y costas. Y nos invitan a pasar. Leonel lo sorprende al conversar, en un perfecto inglés, de los temas más disímiles: antropología, socio-historia, corrientes de ideas, temas europeos. Todos tomamos vino, mucho, a excepción del presidente (nada). Comimos, Walcott se fue achispando, se zampó todo aquel postre pese a las recriminaciones de su mujer. Alguien habla en español con mucho acento: Junot, que dice que se esperen, porque se está meando (sic). Al regreso continúa, en tono de Villa Juana, rememorando el uso que dábamos los vivos al cementerio del barrio (intervine: yo viví en la Paraguay con 23): citas de amor, u horas y horas en las lápidas estudiando para los exámenes o evadiendo algún castigo paternal. Walcott, en las fronteras de un jumo, responde por fin a las advertencias de su mujer: “mejor aún, Sigrid, si me muero, pues mañana dirán los diarios: fallece premio Nobel en el Palacio”. Leonel, a carcajadas, replica: “No, poeta, no te me mueras aquí, tan cerca de las elecciones”. Y así termina todo, o casi, porque bajando las escaleras principales Walcott de pronto se detiene, alza sus brazos ante un público invisible, y vocifera en inglés: “¡Pueblo dominicano, vota por mí, que soy un gran poeta!”. La mirada mortal de los guardias presidenciales nos obligó a bajar de dos en dos los mil peldaños, para llegar lo más rápido posible al auto. Muertos de risa, raudos, felices de travesuras.

Día 6
Al día siguiente, sábado, previo al encuentro con estudiantes y profesores de la PUCMM, se confesó admirado de la brillantez intelectual del presidente, anhelando que todos nuestros países fueran dirigidos por gente así.

Día 7
El domingo fue más triste. No levantaba la vista del piso en el Salón VIP del aeropuerto. Se iba y, sí: sentíamos congoja, pero sin expresarla. Era la consumación de muchas conversaciones, gestos, conocimiento mutuo y un germen de amistad. Tantas veces demostró la reciedumbre de su personalidad, cambiante por mestiza: era un isleño en contexto archipelágico, formado en lecturas clásicas, hijo de un blanco pintor bohemio, descendiente de esclavos negros, huérfano desde pequeño, hermano gemelo de Roderick, nombrado caballero con el título de Sir, nómada habitante entre El Village de Nueva York y la isla de Santa Lucía. Un coctel de munición emocional que encendía o apagaba su comportamiento, en cualquiera de los casos lúcido, lírico, humanista, magistral.

Ya tenían que abordar. Me pidió cuidar de mi mujer, me dio un par de consejos sobre poesía y editores, algunos libros suyos, un abrazo apretado, y se marchó. Nunca más lo volví a ver. Y ahora ha muerto. Viva siempre Derek Walcott.




ANVERSOS, DE CESAR ZAPATA


por León Félix Batista

Comencemos recordando las palabras del jurado –del cual, honrosamente, he sido parte–, que otorgó el “Premio Funglode/GFDD de Poesía Pedro Mir 2014” al libro Anversos, de César Zapata: deciden, por unanimidad,

otorgar el premio al libro ANVERSOS (presentado bajo el seudónimo “Desconocido Pérez”), en función de sus notables valores estéticos, los cuales presentan una simbiosis bien lograda de tradición y vanguardia poéticas. Por un lado muestra, en estrategia de largo aliento, coherencia temática sobre un ritmo de imágenes preferentemente transparentes y armónicas, a la vez que no desmedra el uso de recursos de paradojas y contrastes, a partir de la creación de neologismos, esto es, de construcciones y distorsiones lingüísticas que procuran impactar la sensibilidad de los lectores, con ideas sintetizadas en una línea. El propio título del poemario, ANVERSOS, viene cargado de simbología, toda vez que, sobre la obvia referencia al género literario (a los “versos”), también propone una relación biunívoca de contradicción y complemento: ANVERSO-REVERSO, es decir, las dos caras de un objeto plano. Es justamente lo que hace el libro dividiéndose en mitades: una, El amor de los perdidos, y dos, Los perdidos de amar.

Una primera aproximación al libro arroja que, con certeza, hicimos la selección correcta entre tantos libros de indudable calidad que participan, año tras año, en este prestigioso premio organizado por la Fundación Global Democracia y Desarrollo en su afán de suscitar creatividad en nuestros escritores y artistas y en promover la cultura nativa. Sondeando más a fondo, una lectura-buceo revela muchos aspectos aún más relevantes de este libro singular. La ya previamente referida división en dos partes distintas y complementarias a la vez, por ejemplo. La sección primera aparece compuesta por 15 textos, y la segunda lo está por 27, cosa que nos arroja la visión de que el autor no ha procurado, de manera intencional, la simetría exacta entre anversos y reversos. Otras diferencias notables son las estructuras distributivas de los versos en ambas partes, y hasta la entrada en lectura por intermedio de títulos numerados, la primera, y por ausencia total de títulos la segunda. Esto para no hablar de los “alientos” lírico/narrativos, dispares entre ambas partes, pero curiosamente atados entre sí, como enmarañamiento de partículas independientemente de la trama espacio-tiempo en que medren.
Y aquí vendrá el asombro del lector: resulta que El amor de los perdidos y Los perdidos de amar alcanzan la simbiosis perfecta entre sí por intermediación del tema lírico desgarrador denominado amor-pérdida o pérdida-y-amor –una amalgama en sí mismo, y tema decididamente universal de la poesía y de la vida humana a través del tiempo. Materia que es también lo que en inglés se dice love and loss, y que cuenta con un amplio repertorio de poemas y canciones y múltiples manifestaciones culturales de la emoción.
Los sujetos de ambas partes de este libro, sin embargo, son personas del verbo bastante bien diferenciadas. En El amor de los perdidos accedemos a una voz, una entidad disuelta, un hablante lírico, un emisor de sentido que nos va desparramando asombro, así comienza:

Si vuelvo la cabeza ya mis
Ojos se tornarán al ácido
Y la pérdida. (…)
Si vuelvo la cabeza
Ya se han ido las
Facciones
Del destino en otro rostro. (1)

En tanto que Los perdidos de amar son eso mismo: ellos, segundo yo pluralizado, porque se trata de aquellos otros a los que el torrente del sentimiento ha conducido en catarata intensa hasta las simas insondables del amor:

Los perdidos de amar desnudan su locura (…)
Trabajan día y noche sobre el barro
Su naturaleza muerta

Como se ve, aquí el hablante lírico ya no es parte del contexto, sino el observador del drama, al cual, sin dudas, no es ajeno, y resulta tocado por su estilete sentimental. La perspectiva literaria cambia y el autor implícito permanece, aunque yendo del ojo individual al general. Nada de la oscuridad enceguecedora de la emotividad impide, empero, que la expresión poética se eleve por el éter de la reflexión aguda y el experticio en el decir, lo que César Zapata ha conseguido de modo magistral en este libro.
La voz en El amor de los perdidos, pese a que hubo declarado “No voy a verterme, no soy/ líquido” en el textos 13, tuvo que, u optó por, “cantar” en esa luminosa primera parte. Luego, entonces, para manifestar las aflicciones de los perdidos de amar hubo de apelar a la descripción y al abordaje narratorio en la segunda. Fluyó de una lírica líquida a una densidad casi prosaica, hablando en términos de formas de expresión. Y, sin embargo, lo que asoma a cada instante en esos textos apretados y atestados de palabras, casi párrafos en bloques, justamente es la fluidez, lo inasible e inatrapable, pues los perdidos de amar:

Son unos seres con cabezas de nubes a punto de aguacero
…………..
Escapando a la desdicha
Al líquido olvido de otros cantos (pag. 47)
………….
Van dibujándose ellos mismos
En los vidrios mojados de las tardes
Son acuosos fantasmas resbalando por los días (pag. 49)

He aquí como el reverso completa y explica el anverso: del individuo al colectivo, enredados en la misma madreselva, tenaz como en el tango que todos conocemos. La sensación entronca con la percepción y el resultado es este: un texto intenso.
El hecho cierto es que hay otra paradoja, suscitada por la conversión de esta escritura en libro, es decir en material impreso. Por una paradoja del destino editorial, los poemas de Anversos han sido impresos nada más en los anversos de las páginas del libro impreso. Que se me exima, ruego, de culpa alguna al proferir el precedente galimatías: no me queda otra manera de decir lo que es, de hecho, así.
En la primera mitad del libro, retomo el desarrollo argumental, hay un yo y hay un “ella”: “La convocada [que] ha venido/ sin forma y traje rojo” (3), aunque

Al final no quedaron
Jirones sino cuerpos.
Desvencijados vasos
Como ojos.
No, ninguna mujer folio:
Abierta, hojeada, transida,
Acostada en el silencio
Del placer recuperado. (14)

Empero, los perdidos de amor no sólo beben “el agua turbia de la entrega” (pag. 55), sino que absorben en sí mismos varios otros elementos constitutivos de los estados de la materia, según la sabia Antigüedad: “Arden con el vuelo que ensayan otros árboles” (pag. 49) y “Saltando de fuego en fuego/ Los perdidos de amor crepitan” (pag. 59), aparte de que, en tierra, “Se han podrido en sus huidas y finales/ En las piedras filosas de su amnesia (pag. 81). Y “De repente vuelan lentos sobre los demás”, y “Si piensan se precipitan…” (pag. 69) “Y hunden sus dedos en el aire/ perdidos para siempre en los acordes” (pag. 85).
Para mí que Anversos, como horizonte actual de la carrera literaria de César Zapata, resulta ser un punto máximo. Yo conozco al autor, en propiedad, hace más de 30 años, y he leído con lupa cada uno de sus libros de poesía. Por ello puedo decir hoy que, con Anversos, nuestro autor ha apuntalado una voz particular, incluso exenta del canon de la retórica de su generación, la llamada De los 80s. Anversos más bien se inscribe en la corriente poética hispanoamericana que se sido denominada “poesía del lenguaje”, la cual tiene que ver con actualísimos conceptos como indeterminación, complejidad y referencialidad del lenguaje por sí mismo, trascendiendo su función significante. Es que aquí, en Anversos, ya no tenemos corsés ni los partos son por fórceps, como acaso sí, ligeramente y de más a menos, en sus libros anteriores Acrobacias del ser, Jardín de augurios y Piedad de toque, con el intercalado de los haikús de Consagración al silencio, el cual es ya otro tema y hay que hacer otros calados.
El caso es que si bien estos versos nos recuerdan que “Los perdidos de amar aman perder” (pag. 69), también amplía que el ser desesperado de El amor de los perdidos, “Cuando habla pérdidas”, “ampara el desamparo” (7). Todo es pérdida en este conjunto de textos del juego de azar del amor, donde el que pierde gana y el ganador se lleva todo. Sólo nosotros, los lectores, ganamos un gran libro. Apostemos.