lunes, 11 de marzo de 2013

DOS POEMAS DE RICHARD KENNEY (New York, 1948)



Traducciones de León Félix Batista

HORAS (fragmento)


Comenzar esta historia una vez más, detrás del
mirador de cristal fino: otro niño nonato
y en crecimiento, manzanas rebosando arcones
detrás de la fábrica de sidra de Augusto, todas regadas
y oprimidas hasta pulpa, pronto, bajo el inmenso
roble viga derribada, como noche en día –en luna,
en sol... y así las estaciones en su reja
parecen ataviadas para esto. La presión ha vuelto un siglo,
o casi, aquí. Y casi al alba: el cinturón
de la eclíptica solar apretándose en el mediodía,
y anocheciendo al alba; en tanto aquí, adentro, la misma
suave luz estirará el cristal, comprimido en el calado
del marco, donde la vida empieza, de nuevo,
seminal: el punto de sangre en su infrarrojo–

La brasa brilla
finalmente roja
es epicentro
de la rosa

Génesis, entonces: una yema diminuta de flama
colorada, girando lisa, y quieta, cortada en claro, recompuesta
para formar la estancia –para formar el mundo– en que toda
luz se expande en el alba de este modo: punto rojo en remolino
alrededor del alto humero de piedra, para llenar
el ojo y llenar la mente y el montón de guijas del pozo
de los cielos con luz roja congelándose en azul... de nuevo
el tropo. Y he aquí la mancha de cristal, un filtro
del mundo del afuera (del que cada campo es un campo
de visión), donde los pájaros se elevan por un cielo
de cobalto, y las flores perforan la nieve, y tierra
franca en su pantalla en blanco –una chispa que es sentir
un aliento de aire en la agitación de fuelles negros expandiéndose–
empieza a fluctuar, parpadean luces verdes como de estroboscopio–

Recomenzar, mudado de la Naturaleza aún más lejos.
Digamos que este campo transmutante salpicado de rojo es la misma
descarga retinal, las varillas y los conos se reajustan cada día,
como arena que retorna a su cristal volcado, y noche, tinta
negra, que regresa a su pluma. Navegamos las estrellas distantes
de este modo, a través de telescopios, que vuelven el túnel
de visión así, de este a oeste, encienden
cada aurora, y vuelven la luz diurna hacia el descanso.
Tratamos de tomar nuestras medidas, con cuadrados tragaluces
contra su alféizar, metálicos rasguños en la muñeca...
el tiempo fluye en un sentido, se dice, y aún así los extraños
mecanismos de la mente detienen de algún modo
su línea indesmayable –así se apagan las estrellas, y vuelve
la luz de relicario, para adornar su almagesto laqueado–

El polen cierne
piedra arenisca
es el palíndromo
del brandy snifter

El tiempo fluye en un sentido, se dice, así un anochecer
de invierno inerte como el cuarzo devendrá en un cuarto rosa
pronto. ¿Quién sabe cómo los campos transmutantes
cambiarán tras las hileras de pupilas
o regresarán al verde? Yo no. Inerte y oportuno
he observado la pantalla, tomado vistas. He enumerado
en línea astros a distancia, he flojado heridas leves hacia atrás
en la memoria y en la noche –una narración
de especie. Si algunos de estos astros caen muertos
a lo largo de las curvaturas perforadas del espacio interno
o tiempo ahora –la cenicienta red de la cabeza–
dentro de esta bahía, vivaces permanecen. Innatos
o no, principios en un hilo trenzado están
en todas partes, y anticipan todas partes–

INERCIA

Equinoccio otra vez. Me siento
en paz, con whiskey, en el portal–
y anochecer, igual, opuesto–
y pondero avestruces que, extendidas
por la tierra, emplumadas como este huerto
es, han vestido el casco
planetario, como un tazón, al
revés. Así mareando. Yo querría
entender el calendario
que me vuelve también, como ciego, como ciego–
¡A qué reposo seguimos renunciando!
Ahora los manzanos son linternas de papel
iluminadas por el sol detrás
suyo. Pronto, invierno. Se laceran. Algunos
de ellos, desgarrados, revelan la misma
mecha, antes que muera. Unos pocos agotaron
abejas levantadas de las luces del portal, doblaron
una eclíptica aturdida. Ellos andan
un poco sobre el cemento frío;
sin duda morirán por la mañana.
Para la primavera la luz quemada del fanal
aluzará de nuevo, y los árboles mejorarán,
como retoñan los huertos otra vez–
Orillé las abejas cuando entraba.
Yo circulo también, ves; cabalgaré
la curva tenue generada aquí
hasta el mismo fin –hasta la cama,
donde el aliento faltará para cerrar la esfera
de lo oscuro-a-claro alrededor de mi cabeza–
Quietud, quietud, dirás, las más ásperas leyes
de la marcha, del amor, nunca pueden gobernar
nuestra emoción. Pérdida a pérdida
el amor se conserva –su bello nonio
está a tu alcance. Siento que se fija
su consuelo aquí; tus brazos, por turno,
me rodean, para inmovilidad, casi,
por un rato, el anochecer aturbantó
con vuelta y vuelta...un solsticio vernal
en el alma. Y entonces otra vez el virar–



Richard Kenney ha publicado tres libros de poesía: La evolución del pájaro sin vuelo (Yale University Press, 1984), Orrery (Atheneum, 1985) y La invención del cero (Knopf, 1993), ninguno traducido al español. Ha recibido becas de la fundaciones Guggenheim y MacArthur. Ganó los premios Rome en Literatura y el Lannan Literary Award. Enseña en la Universidad de Washington en Seattle.

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