La escritura lírica del Caribe, desde el neobarroco lezamiano -y posterior- hasta la intensa imaginería surrealista de Aimé Césaire, parece tener punto de contacto en, precisamente, ese gran volumen imaginístico y esa vocación de metáforas audaces e imbricadas. García Márquez alguna vez aseguró que toda la comba del Caribe, desde Nueva Órleans hasta Barranquilla, posee una impronta cultural común que sostiene un universo autónomo y, de alguna manera -a pesar de las naturales disonancias culturales y sociales- homogéneo. ¿Cómo es que tu ubicación geográfica/cultural ha determinado tu trabajo; claro, en estos términos, los de una posible interiorización de una suerte de tradición lírica caribeña?
No cabe duda que muchísimo, y no precisamente por el muy vendido colorismo tropical real-maravilloso bajo el que viví hasta mis 21, sino también por mis alucinantes lustros en Nueva York. De modo que las geografías (reales, culturales y de lengua) por las que me he movido han de haber incidido sobre mi obra.
Primero lo primero: El Caribe es una especie de isla madre atiborrada de sub-islas y de islas solitarias: las sub-islas de las Antillas hispanohablantes, las francófonas, anglófonas y etc. Y luego cada pedazo de tierra, aislado, con su idiosincrasia, su particular transformación de cada lengua madre, su tradición literaria. En esos subconjuntos germina una poesía que toca todas mis teclas: Perse, Walcot, Brathwite, Pepin, Glissant… y en mi código Lezama, Palés Matos, Lorenzo García Vega, Sarduy, Joserramón Melendez, Kozer, los integrantes de Diáspora(s), López Adorno, Noel Luna… y en mi propio territorio el Vedrinismo, Zacarías Espinal, los sorprendidos, el contextualismo, Gómez Rosa y, por supuesto, ciertos poetas de mi propia generación 80. Y, ojo, que de seguro hay más nombres: aquí me he referido apenas al Caribe.
Aparte, estuve muchos años en Nueva York, si mudarme jamás de la fronterea entre Park Slope y Sunset Park, en Brooklyn. Los años de universidad, el involucramiento con poetas gringos y con sus obras, las amistades latinoamericanas y mis sumersiones en el abismo del nuevo idioma me marcaron. Y, por supuesto, los climas locales, la hiper urbanidad, la nieve, la visión del Otro sobre mi yo inmigrante, me enriquecieron, transformaron: trastornaron. De pronto me descubrí distinto en cuatro estaciones, unas de más lectura, otras de escritura indetenible.
Para nuestros lectores ecuatorianos, que no están, por ahora, tan familiarizados con tu carrera literaria, ¿en qué circunstancias llegas a Nueva York? En ese mismo sentido, ¿cuál es tu relación con la literatura -y la poesía en particular- norteamericana, o, más ampliamente, escrita en inglés?
Ese es el otro salto, el catalizador del extrañamiento, el desarraigo: mi llegada a Nueva York, en pleno verano de 1986. Mi madre vivía allí desde hacía dos décadas y había empezado a reunir la familia desmembrada (sin mi padre, claro está, desandando otros caminos). Sin cumplir los 22, sin haber terminado la universidad, aún sin libro publicado, me marché. Completé todos los ciclos y me hundí en la hiper-ciudad. Aquel Nueva York de entonces era una especie de ONU literaria: escritores de todas partes, importantes o en agraz, medraban por allí. Y los que no, pasaban, dictaban conferencias, tomaban vino contigo, daban un taller.
Sucedió que, en una clase de Writing English and Literary Studies en Mercy College, tuve que desarrollar un “paper” sobre un escritor X, y escogí a Sylvia Plath, de cual tuve que traducir algunos textos. Se me hizo una luz entonces: al sumergirme en otra lengua que ni romance como la mía era, al procurar descifrarla, verterla en mis moldes, empecé a descifrar maravillado el fenómeno del código, de su desciframiento. Vi que era posible decir lo mismo de otro modo. Vi que existen espacios mínimos, vacíos, en los significados. Vi, sufriendo, que ciertas experiencias de escritura son intraducibles (pero transferibles sí).
Me dediqué a partir de ahí a traducir poesía del inglés, ya no para obtener una buena calificación, sino para consumo propio, para arrojarme luz. Luego el paso natural: empecé a publicar mis traducciones y a conocer en consecuencia a algunos de los poetas que traducía: John Ashbery, Mark Strand, Clayton Eshleman… Traduje a Pound, Ted Hughes, William Blake, Auden, Richard Kenney, Charles Wrigth, Carver, Tomlinson, Philip Lamantia, Lyn Hejinian. Traduje también a Derek Walcott antes de que recibiera el Nóbel, lo que me valió para acompañarlo a sol y a sombra cuando visitó Santo Domingo en 2008. Recuerdo que cruzaba con frecuencia el río hacia la ciudad de Paterson, persiguiendo inútilmente el fantasma de William Carlos Williams.
Me parece que este proceso de versiones ha de haberme vinculado fuertemente con la poesía escrita en inglés, sin dudas, aunque fuera de modo subterráneo. Algún crítico ha dicho no encontrar esos influjos en mi obra, pero lo expresa pensando, quizás, en cierta poesía anglo, épica, imaginista, objetivista, qué sé yo. Sin embargo, bastaría ojear mejor los nombres de mis traducidos: Antin es un loco que “habla” sus poemas y luego los transcribe; Ashbery es inexplicable sin el surrealismo; Eshleman desmonta cualquier prejuicio de lo poético con su discurso “paleolítico” y Lyn Hejinian es una poeta clave del movimiento L=A=N=G=U=A=G=E.
Hay, en tu obra, un tratamiento intenso y lúdicamente alegórico del erotismo, ¿podrías intentar una indagación, una reflexión hasta dar con los aspectos que consideras los detonantes poéticos más poderosos de esta temática? Quiero decir, por citar un ejemplo: en tu proceso creativo, ¿cómo se va dando la homologación -que creo que, en efecto, se da- de la experiencia erótica sexual con una experiencia erótica que tiene que ver con la elaboración misma de un lenguaje, de un "saber decir" poético?
Tu pregunta trae implícita una zona de la respuesta: en primer sentido se trata del erotismo propio, intrínseco, de un lenguaje. El propósito es erotizar el Verbo, poner la poesía en cuatro, succionar, ser succionado por ella, gemir y penetrar hasta el agotamiento (“¡chillen, putas!”, urgía Octavio Paz a las palabras). Y luego vuelta a empezar. Es, si tú quieres, una transcripción del cuerpo al habla, a la escritura. Una cristalización, una corporeidad, de lo que estuvo abstracto.
Me he servido del erotismo, además, como tema medular pero que se mantiene paradójicamente periférico en la vida humana: siendo un impulso definitorio de nuestras vidas –y vórtice atractor del que es imposible escabullirse–, los humanos insistimos en ocultarlo, enmascararlo, sepultarlo. Y resucita siempre, casi al instante, en la semi neblina de nuestras recámaras, en la publicidad y, por supuesto, en el discurso. Por eso escribí una trilogía erótica (Negro Eterno, Vicio y Torsos Tórridos), basada en el discurso del bolero, en las posibilidades plásticas de procurarse placer y en la moda íntima femenina.
Pero esta fue una fase (prolongada, sí: le dediqué diez años) de mi ejercicio “lírico”-lúdico. Antes y después abordé la poesía por distintos lugares de abordaje, evitando hacerlo siempre por el lado concebido.
Desde tu percepción crítica, ¿qué crees -a grandes rasgos- que está ocurriendo en la poesía latinoamericana de los últimos años?
Yo diría que es la vuelta de Darío, esparcida por nuestra lengua-cultura, en el sentido de la reconquista. Hemos hecho que nos vean como renovadores de una lengua que dejó de ser exclusivamente castellana, para estallar en múltiples lenguas españolas, como esa fruta de granada colorida. Cada vez que recuerdo que el influjo del Siglo de Oro ha encontrado su sobredimensión en el neobarroco caribeño, el neobarroso de La Plata y hasta en el neoverraco antioqueño, me corre mejor la sangre. La antipoesía es nuestra, el concretismo también lo es. Lo que escriben los novísimos mexicanos es profundamente ancilar: Bravo Varela, Rocío Cerón, Herbert, Fabre, Lumbreras, Plascencia Ñol… Y ni hablar de lo que pasa en Argentina y Uruguay: objetivismo en pulso con los alógenos y el impulso revisionista-neobarroco de Mario Arteca, Romina Freschi… Y cuando se trata de vehicular lo indígena con nuestra lengua madre, ocurre un estallido: Cristino Bogado, Jaime Luis Huenún… El tratamiento de lo cotidiano en el ecuatoriano Edwin Madrid, el chileno Germán Carrasco, la nicaragüense Tania Montenegro, el argentino Washington Cucurto, la peruana Monserrat Álvarez y el costarricense Luis Chaves sería deseable como auténtica poesía de la experiencia. Y ¿cómo nos explicamos en Paraguay un arrebato léxico como el de Joaquín Morales, ah? Eso para quedarnos con los más jóvenes, y para no abrumar recordando fichas claves, incluso todavía poderosamente vivos, como Gonzalo Rojas, Belli, Gelman, Deniz, Hinostroza, Jotamario, Verástegui, Cardenal, y me voy quedando corto.
Aparte, es un hecho que el impulso neobarroco postuló nombres de impronta permanente: Kozer, Perlongher, Marosa, Reynaldo Jiménez, Coral Bracho, Osvaldo Lamborghini, Eduardo Milán, Juan Luis Martínez, Arturo Carrera, Eduardo Espina, David Huerta…
En fin: el nuevo paradigma, ya implantado y en plena germinación.
http://www.telegrafo.com.ec/cultura/noticia/archive/cultura/2011/02/17/_1C20_Nuestra-poes_ED00_a_3A00_-la-reconquista_1D20_.aspx
Qué claridad que tenés, León. Un honor ser parte de una generación de poetas de tu tamaño. Un abrazo, y mi admiración forever.
ResponderEliminarMuchas gracias, Fernanda. Recién veo tu comentario, 2 "añitos" después, jajaja. Abrazos grandes!
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