domingo, 25 de abril de 2021

Cuando los cuervos aman a las golondrinas

Entre escritores, como en el resto de la humanidad, también suceden historias trágicas de amor y desamor. Bastaría mencionar a Samuel Beckett rechazando en pleno idilio a la hija de James Joyce, Lucía, cuyo desequilibrio la llevaría a una institución psiquiátrica. O a Lou Andreas-Salomé en el juego intelectual y de virginidad perenne del gato y el ratón con Nietzsche y Rilke y otros. O a esta otra Salomé, poeta nuestra, desmoronada en ruinas y muriendo joven, acongojada por el desapego físico de su marido, el escritor Francisco Henríquez y Carvajal. Pero cualquier historia de San Valentín que haya sido escrita en tinta sangre, palidece ante el romance accidentado, de cima a sima, entre los poetas Sylvia Plath (EUA, 1932-1963) y Ted Hughes (Inglaterra, 1930-1998), a quien incluso muerto persigue la borrasca de ese amor. El cruel suicidio de Plath luego de que él la hubiera abandonado por una amiga de ambos (y diez años después de haberlo intentado con somníferos), el gélido domingo 10 de febrero del más crudo invierno londinense, habría de marcarlo para la eternidad. La poeta acostó a Frieda de dos años y a Nicholas de nueve meses, dejó suficiente leche en sus mesitas de noche por si despertaban con hambre, selló por fuera la puerta de la habitación con toallas y trapos mojados, se dirigió a la cocina, abrió las llaves del gas y, arrodillada, metió su cabeza dentro del horno. Así la encontró al día siguiente la enfermera que la atendía en su tránsito de crisis depresiva: intoxicada por el monóxido de carbono del gas propano alojado en sus pulmones, y sus dos hijos a salvo. Sólo tres días después se celebraría San Valentín, Día del amor (que le negaba su marido) y la amistad (que traicionó su amiga). Con valentía acorazada de silencio, su viudo soportó las embestidas de sectores feministas que tomaron a Plath como un icono. Siempre se negó a responder a periodistas y biógrafos sobre aquellos años turbios, al tiempo que editaba los poemas póstumos de Sylvia –el esquizofrénico y extraordinario Ariel, en 1965–, sus Collected Poems (1981, Premio Pulitzer póstumo) y sus diarios (éstos editados incluso literalmente: destruyó páginas que consideraba perjudiciales para el desarrollo de sus vástagos). Sólo más de un cuarto de siglo después, hastiado por el recrudecimiento de los ataques, publicó un artículo: “En los años posteriores a su muerte, cuando los académicos se me acercaron, traté de tomar en serio su preocupación aparentemente seria por la verdad sobre Sylvia Plath. Pero aprendí mi lección temprano. Si me esforzaba demasiado en decirles exactamente cómo sucedió todo, con la esperanza de corregir alguna fantasía, era muy probable que me acusaran de intentar suprimir la libertad de expresión. En general, mi negativa a tener algo que ver con la Fantasía Plath ha sido considerada como un intento de suprimir la libertad de expresión. La fantasía sobre Sylvia Plath es más necesaria que los hechos. Dónde eso deja el respeto por la verdad sobre su vida (y la mía), o por su memoria, o por la tradición literaria, no lo sé.” (The Place Where Sylvia Plath Should Rest in Peace, en The Guardian, Londres, 20 de abril de 1989). Otro hecho hundiría más a Hughes en la ciénaga de las acusaciones: Assia Wevill (nacida Guttman, Alemania, 1927), la poeta políglota y traductora de Yehuda Amijai por la que Ted abandona a Sylvia, se suicida del mismo modo, también domingo, el 23 de marzo de 1969, con el agravante de arrastrar a la hija de ambos. Estaba casada con el poeta David Wevill, quien intentó suicidarse al descubrir el affaire de su esposa con Ted, de manera que aquello no era un triángulo sino un cuadrado amoroso. Pero aquella noche densa, Assia se recostó en la cocina junto a Shura, de dos años, a esperar la muerte lenta a gas, no sin antes dejar una nota manifestando que no podían vivir tranquilamente juntos a causa de la memoria de Sylvia. “Sylvia está creciendo en él, enorme y espléndida. Yo me encojo cada día, mordisqueada por ambos. Me comen”, registró en su diario: “Estoy atrayendo sobre mí la catástrofe de Sylvia. Con la enorme diferencia de que ella tenía un millón de veces más talento que yo”. Como intentando recrear la escena, Ted había viajado con Assia, como con Sylvia antes, a Benidorm, y también la llevó a vivir al apartamento de la suicida Sylvia. A Shura y Assia dedicó su quinto libro, Cuervo, de 1970. Por otro lado, y de acuerdo con una biografía no autorizada de Hughes escrita por Jonathan Bate, el viernes antes de suicidarse, Sylvia le envió una carta anunciando que se iba del país para no verlo nunca más. Ted, entonces, corrió a su casa, sólo para que acabaran discutiendo fuertemente. El sábado lo telefoneó, pero la llamada fue atendida por la poeta Susan Alliston, una tercera amante de Ted. El domingo, mientras Sylvia agonizaba, Ted estaba haciendo el amor con Susan en el mismo lugar de Bloomsbury donde lo había hecho por primera vez con Sylvia siete años antes, y donde incluso pasaron su noche de bodas. Alliston salió del cuadro en 1969, cuando murió por causa de un linfoma de Hodgkin, pero antes –y siempre según Bate–, el poeta no lograba decidir con cuál de tres amantes echar raíces: la poeta Assia Weivell, Brenda Hedden y la enfermera Carol Orchard, a quienes por las iniciales de sus nombres llamaba para sí mismo A, B y C. Finalmente, se casaría con Carol en agosto de 1970, apenas a cinco meses de suicidarse Assia. Todo indicaba que Ted era un cuervo de verdad, un gran depredador de golondrinas frágiles y en celo permanente. Sin embargo, guardaba un gran secreto, sólo revelado meses antes de morir, carcomido por un cáncer de colon del que muy pocos tenían noticia: por una década escribió Birthday Letters (edición original de 1998; en castellano Cartas de Cumpleaños, Lumen, España, 1999, traducción de Luis Antonio de Villena), en cuyas páginas da testimonio poético de la borrascosa relación. Lo dedica a Frieda y Nicholas, sus vástagos con Sylvia. Testamento construido sobre las cenizas de un amor, mixturado con pinceladas del perfil neurótico de la poeta. Allí Sylvia es “una ramita de lilas húmedas” aceptándolo por marido –el cuervo y la golondrina se casaron en Bloomsday–, aparece como becaria Fulbrigth con “exagerada sonrisa americana” y también odiando a España en aquel viaje a Benidorm (en cuya repetición Assia, aquella “alemana israelita rusa con la mirada de un demonio” en cambio amaría), destaca la predilección de Sylvia por el color rojo –el mismo de San Valentín–, pero “para confortar los muertos”; ella, que manifestó en Ariel: Dying is an art, like everything else. I do it exceptionally well (Morir es un arte, como todo lo demás. A mí me queda sumamente bien). Cada línea va dirigida a un “tú” epistolar, a veces cómico, a veces trágico, a veces simplemente tragicómico, enfoque muy distinto al del famoso estudio de A. Álvarez sobre el suicidio El Dios Salvaje, que dedica páginas de profundo sondeo a los desequilibrios de Sylvia, y escrito precisamente en los meses de crisis emocional que desembocaron en su muerte por mano propia. Nada de diagnósticos: poesía. Una vez más las olas de la lírica y el verbo definen complementariamente los vicios y virtudes del ser humano. Pero antes de estas cartas a destinatario muerto, Hughes, poeta laureado del Reino Unido en 1984, fue levantando un universo poético personal, que lo convertiría en el más osado desde la posguerra. Protagoniza la naturaleza, primordialmente animal, con toda su crudeza ajena a lo humano. El humor negro y la hipérbole sobre un escenario de páramos y selvas permiten que el yo poético deje hablar a lo silvestre. El vehículo de su expresión es, a contracorriente del canon, la zambullida en el inglés antiguo, con la aspereza del dialecto de Yorkshire y con tal exceso en la dicción que ha sido comparado con Derek Walcott, quien decía: “leer un poema de Hughes es como salir desabrigado en un día muy frío” (What the Twilight Says, 1998). Privilegiando lo grotesco, el feísmo, la violencia y el ridículo, Hughes se alimentó de fuentes singulares: el gótico, el comic, el folklore y las literaturas primitivas. Eso explica su aventura solitaria, sin herencia en Inglaterra, y la extrañeza que produce tanta originalidad en el lector, porque debe despojarse hasta los huesos de la dicción poética y prosódica que educa el gusto general: su lenguaje literario da de lado a las herencias latina y árabe de nuestra tradición y, lejos del racionalismo, retoma el prosaísmo nórdico y el estrato germánico de su lengua nativa. Aunque parezca en superficie una tragedia idílica, a lo mejor esta reclama una relectura a la luz de la violencia de género, el desequilibrio mental y emocional en las parejas, y la demanda de empoderamiento hacia una vida común en igualdad. En 2017 se informó de dos cartas “perdidas” dirigidas por Sylvia a su psiquiatra Ruth Barnhouse en 1962. En una indica que el poeta la había golpeado dos días antes de abortar al que hubiera sido su segundo hijo, en 1961; y en la otra que Ted le dijo directamente que deseaba que estuviera muerta. Carol Hughes, la viuda –la letra C del trío–, lo niega totalmente. Su matrimonio sobrevivió casi tres décadas. ¿Él fue realmente un monstruo, o se sentía atraído por una pulsión mortífera presente en ciertas mujeres? “El poema es en sí mismo depredador”, escribió Walcott de Hughes. ¿Cómo juzgar con equilibrio cuando individuos supra sensibles se encuentran frente a frente, con la misma turbulencia termonuclear con que dos estrellas colisionan, pero una engulle a otra? Hay un suceso con similares visos de violencia intensa. En 1873, Paul Verlaine abandona a Arthur Rimbaud para volver a Bruselas, desde donde escribe a su mujer y a la madre del poeta francés amenazando suicidarse. Luego Verlaine telegrafía a Arthur para que acuda a reunírsele, y le dispara, hiriéndolo. Después, arrepentido, le entrega el arma, y le pide que lo mate, cosa que Rimbaud no hace. Se separan para siempre y, mientras Rimbaud escribe su Temporada en el infierno, Verlaine hace lo propio con Crimen amoris. ¿Es posible comparar estos actos de escritura con el de Cartas de cumpleaños? Me parece que no: las consecuencias existenciales fueron distintas, y el libro de Hughes no es una rendición de cuentas amorosas ni el testimonio de un arrepentido. Funciona más como la recensión de un estado de cosas que finalmente devinieron en la desgracia descrita, la que aún no terminaba: en marzo de 2009, Nicholas Hughes Plath, aquel bebé de nueve meses al que su madre dejó un vaso de leche antes de morir, igual que ella se suicidó. Peor remate no puede haber. Pero Ted era una caja de sorpresas. Un poema inédito titulado “Ultima carta”, y no incluido en el libro, fue descubierto en 2010 en la Biblioteca Británica por el investigador Melvyn Bragg. He aquí fragmentos traducidos por Sergio Eduardo Cruz de ese texto desgarrador, literalmente la última carta que Ted jugó: ¿Qué ocurrió aquella noche? Te vi viva por última vez Al caer la tarde del viernes Tu nota me llegó demasiado pronto. Ese mismo día, Viernes en la tarde y la habías mandado en la mañana. La adelantaron los demonios que siempre prevalecen. Salí rápido por entre la nieve Ya azulada en febrero. Anochecía en Londres. Lloré de alivio cuando abriste la puerta. Mil y un acertijos a solucionar. Lágrimas precoces Que no pude interpretar, que fracasaron en comunicar Su verdadera importancia. Mi huida se había convertido en un hechizo, Desesperanzado e insomne, con todos sus sueños gastados, Y yo sólo quería volver a capturarlos, sólo quería Caer en algún sitio fuera de ese vacío. Dos días de no hacer nada. Dos días gratis. Dos días sin calendario y robados De un mundo sin nombre. Corrí de un lado a otro, corrí mirando atrás, una película al revés. ¿Corrí hacia dónde? Fuimos a Rugby Street Donde tú y yo comenzamos. ¿Por qué fuimos allí? De todos los lugares donde pudimos ir, ¿Por qué fuimos allí? La perversidad En el arte de nuestro destino Ajustó sus refinamientos para ti, para mí, para Susan. Susan y yo pasamos esa noche En la cama de nuestra primera noche. No me la llevé a mi propia cama. Se me ocurrió que con el fin de semana Pudieras aparecer por sorpresa. ¿Apareciste para tocar en mi ventana oscura? Por eso me quedé con Susan escondiéndome de ti En nuestro lecho conyugal. Lo que pasó esa noche, en tus horas, Nadie lo sabe, como si nunca hubiera ocurrido. La acumulación de toda tu vida, Como en un esfuerzo inconsciente, como en el nacimiento Que pasa lento, que atraviesa la membrana de un segundo Hasta el siguiente, ocurrió Sólo como si no pudiese ocurrir, Como si no estuviera ocurriendo. ¿Cuántas veces sonó En mi habitación vacía el teléfono Contigo en el tuyo oyendo el tono Y a ambos lados una memoria que se desvanece De un teléfono sonando En una mente que ya estaba muerta? ¿En qué posición de las manecillas de mi reloj hiciste Tu último intento, Ya más allá de mi capacidad de escucharlo Y agitaste la almohada De esa cama vacía? Cuando volví el teléfono ya estaba dormido. La almohada inocente. Dormía mi habitación Henchida de la nevada luz matutina. Encendí el fuego y saqué los papeles. Y apenas había comenzado a escribir cuando el teléfono Se despertó como alarmado, Como recordando todo. Tomó vida de nuevo en mi mano. Y después, como un arma elegida cuidadosamente O como una inyección, Depositó con frialdad sus cuatro palabras En lo más profundo de mi oído: “Su esposa ha muerto”

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