viernes, 27 de mayo de 2011

TERCERA TARA


(Palabras del autor en la presentación de Delirium Semen en México, septiembre 24 de 2010, publicado en revista País Cultural número 11, Santo Domingo, diciembre 2010)
Alguna vez un famoso crítico dominicano, en introducción a una breve antología que incluía textos míos, afirmó que el de mi generación poética, llamada de los 80s, era “un discurso gago”, es decir, tartamudo, imaginando quizás, en su ácido río destructor, y dada la cercanía fónica de los términos, que el tartamudo es exactamente un mudo y no alguien cuyo decir potencia una sílaba con el eco de su tara, haciéndola, sin duda, destacar, al machacarla reteniendo en la glotis la palabra total, el sonido por decir. Debo conceder que, desde entonces, la escritura tartamuda me parece una alucinación y posibilidad fascinantes, y creo que tanto Huidobro como Oliverio Girondo estarían orgullosos de que los calificaran de poetas semimudos: Girondo girando orondo y en redondo y Vicente en sus molinos de gago lalilá. De modo que, visto así, lejos de irritarme, asumiría con gusto mi bautizo pontificador como Poeta Gago de la nación dominicana, con todos los privilegios y deberes que ello implique.
Pero qué va: muy distinto es mi caso. Dado que fui un niño enfermizo desde los 6 meses de edad, cuando en plena Revolución de Abril hube de padecer una cirugía casera ejecutada por mi vecina médico con cuchillos de cocina y cuanto instrumento quirúrgico apareciera en casa –niño que luego, en nuestro cuarto estrecho del caserío de una esquina de las calles arzobispo Meriño con arzobispo Portes a pocos pasos del mar Caribe (justo donde se encuentra hoy el Centro Cultural de España) desarrollaría un asma destructiva y demoledora–, en mi caso, repito, podría quizás hablarse de “discurso poético asmático”, aunque eso remitiría de inmediato a Lezama, y tal no es mi intención ni mi nave es de esas dimensiones.
Sin embargo, me parece evidente hoy, a varios años-apagones (éstos mucho más cortos pero más intensos que los años-luz), que estas prolongadas postraciones fueron las generadoras de mi interés prematuro por la palabra escrita. En aquella época lejana no se había sintetizado aún el milagroso albuterol, y mis pulmones colapsados por momentos, mis débiles fuelles vitales, eran bombardeados con oxígeno blanco que, desgraciadamente, sólo conseguía abrir una brecha limitada en mi sistema respiratorio, y vuelta a lo mismo ante la menor alergia, carrera rápida, risa estridente o influenza. De modo que, viendo el carrusel del mundo pasar ante mis ojos, envidiando el beisbol de los demás, tenía que leer. Y, al evitar lo más posible hablar, no fuera a ser que la vida se me escapara por la boca, al tener desesperadamente que conservar, dosificándola, mi pequeña ración de aire, tenía también que escribir, si quería vincularme con el mundo, si quería dar materia a mis sueños, expresar mi desesperación, si quería enviar una carta nostálgica a mi madre en Nueva York, si quería decir que te quería.
Ya la señorita Carmen me había mostrado el milagro del lenguaje en su escuelita de patio de la calle Bartolomé Colón, Villa Consuelo. Me entusiasmó sobremanera aquello de poder descifrar lo que mostraba un libro y además de poderlo repetir en mi cuaderno (“amiguito, préstame tu sacapuntas, para que me quede linda la caligrafía”). Entonces se hizo fácil entender a hurtadillas las revistas Vanidades de mis tías, la colección abundante de Selecciones de Reader’s Digest, las fotonovelas mexicanas en las que el cubano Frank Moro y muchísimos galanes más disfrutaban, imagino, que el fotógrafo pidiera repetir una y otra vez la toma movida donde había que besar a la protuberante protagonista. Y bueno, un día apareció en un rincón de casa, “porque a este carajito sí que le gusta leer”, el Lazarillo de Tormes, de manos de alguno de los enamorados de mis tías de artificio. Y después El Quijote y los poemas dulces de Salomé en la escuela, y Fabio Fiallo y Vargas Vila y toda Corín Tellado escondidos en el neceser de cualquiera de las tías, y en la peluquería, a punto de recibir mi nuevo recorte al rape, Marcial Lafuente Estefanía. Qué chévere, caramba, ¡yo también quiero escribir así!
Después, ya saben (no quiero hablar esta tarde demasiado, no vaya a ser que vuelva de repente el asma), me tomé el asunto en serio, publiqué mi primer libro, El oscuro semejante, en 1989, que de inmediato recibió 2 reseñas en los diarios, radicalmente opuestas entre sí: una en la que un compañero de generación decía que ese oscuro semejante bizqueaba (como ven, fui bizco mucho antes de ser gago) y otra admirablemente profunda y elogiosa de alguien a quien jamás había visto y a quien no envié mi libro para que lo reseñara: José Rafael Lantigua, hoy Ministro de Cultura y amigo sin dudas entrañable. Tal sería el panorama hasta este hoy: existen quienes detractan públicamente mi poesía argumentando que no entienden nada, mientras otros me susurran al oído mis supuestas excelencias y yo, sin ser creyente, citando siempre el libro de los libros: quien tenga ojos para ver que vea: yo soy yo, o eso creo, pero mis textos son ellos mismos o por lo menos no son yo.
Después de El oscuro semejante, donde creo haber pagado mi cuota de “poeta de poemas”, hice un duro silencio de 8 años buscando cómo decir lo mismo de otro modo. Las concepciones poéticas a la mano dejaron de satisfacerme; había que trascender el poema. La poesía, me decía, es otra cosa. Dejé entonces de buscar la poesía en la poesía y empecé a rastrearla en otras partes. Así nació Negro Eterno en 1997, excavando el numen oscuro del bolero. Se formó Vicio en 1999, rastreando el estro en la descripción torcida de todas las posturas sexuales posibles. Vino Burdel Nirvana, en 2001, fundido en la lírica posible de la moda femenina. Seguí mi rumbo insatisfecho, buscando la poesía del mar y del amor, de su, quizás, simbiosis, de su palíndromo en amor o mar, y lo llamé Mosaico Fluido, en 2006, hasta parar en un Pseudolibro, un libro falso, un discurso que no fluye, un libro que no es libro, pero editado como tal en 2008.
Este abordaje extraño del fenómeno poético tiene su justificación. Confieso abominar de la poesía y del poema, al menos de tal y como los ven hoy día media isla y media humanidad. El común aspira a practicar deportes extremos pero a leer poesía light, y yo me niego a ello, escribidor nadando contra la corriente en mi poema extremo. En realidad, lo que me gustaría poder escribir, para borrarme el asma de la mente, son catálogos, facturas comerciales, bachatas de pensamiento puro, guías del estado del tiempo o tratados de psicofarmacología, y vendérselos a ustedes como si fuese poesía y hasta ganarme unos centavos mientras me río muy bajito –no vaya a ser que haya de nuevo que nebulizarme. Cierto es que esta postura heterodoxa ante el lenguaje poético me ha granjeado situaciones singulares y ha logrado engrosar las anécdotas de mi ya enciclopédico ridículum vitae. Dos anécdotas son mis favoritas. La primera la debo a la señora Gordillo, una admiradora nicaragüense que encontró mis textos en la web: se pregunta cómo es posible que yo conozca tan a profundidad el cuerpo femenino y sus intríngulis deseantes siendo hombre, y asegura que en mis poemas se siente interpretada. La otra anécdota incluye también la internet, donde mi libro Burdel Nirvana aparece reseñado más veces entre los libros sobre moda y vestimenta que entre los poemarios. Lo mejor es que en Amazon punto com, Burdel Nirvana tiene un solo comentario, que reza: This Book is excellent and it’s not only because my father wrote it. He's a great author and his work is amazing (traducción: este libro es excelente, y no sólo porque lo escribió mi padre, etc. Firmado por mi hija mayor. ¿No les parecen las palabras más tiernas del mundo?
Por todo ello, por la que sería mi tercera tara (ese oído nulo que poseo ante la musiquilla pobre de las esferas líricas locales) escribí Delirium Semen, que aquí les dejo.

1 comentario:

  1. Buenísimo este "delirium" a consciencia plena. Felicitaciones desde Argentina, hermano. Ignacio

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