lunes, 15 de septiembre de 2014
Sobre El hedor de lo real en la nariz imaginaria
LA MUTACIÓN COMO ÚNICA PERMANENCIA
Luis Carlos Mussó
En la poesía que hoy tiene un peso significativo en Latinoamérica, incluida, por supuesto, la que se desarrolla en lengua portuguesa, debemos dirigir nuestra lectura a esas propuestas que nos hacen sentir humanos sufrientes, casi en la misma línea kafkiana de sentir la necesidad de textos que nos hagan doler, que sean mazos en nuestras cabezas. A lo largo de sus distintos libros, esta poesía, estos textos cuya ambición radica en la elipse del nostos (del viaje del que parte y retorna, en un plano temporal que ubica todos los acontecimientos y a todas las cosas y los seres como simultáneos en extraño fenómeno de anamorfosis) nos ha dejado ver el universo como ires y venires discontinuos.
Esta entrega a la escena literaria, la más reciente de León Félix Batista (Santo Domingo, República Dominicana, 1964) apunta en dicho sentido o, mejor dicho, en dichos sentidos, porque la pluralidad es la marca de agua de su poesía. Y la discontinuidad que mencionamos es algo que se impone sobre otros ejemplos de virtualidad en estos textos convertidos en poéticos a fuerza de labrar hacia dentro (quiero decir que desde la estructura expresan un estadio que se renueva como la piel de una serpiente, y nos presenta a la palabra liberada, pero ligada al mismo tiempo, al mundo). Tal discontinuidad podría leérsela como una actitud subjetiva que puede, siempre, aprehendérsela entre líneas, entre estos renglones. Es más, avanza proliferando(se), y haciéndose sentir incluso en lo sicosomático: nuestra respiración adquiere giros según recorra su lectura.
Hay un evidente desafío a la lectura convencional –ése es, en gran parte, su propósito– en Hedor de lo real…(Quito, Ruido Blanco, 2014). Como hay un significante que avanza reptando (deshaciéndose de la piel antigua, tomando como suya la nueva), pensando más que nada en “cavidades que rellena la escritura con sucesos”,hay un papel, por lo tanto, que nos importa sobremanera en los giros de la escritura: rellenar lo cóncavo, las cavidades, reemplazar con algo el vacío. Y el material con que se lo haga será con una manera hipotética de estar en el mundo, en fin, con los sucesos, que no pueden ser sino los de esa conciencia que emana del cuerpo y migra para incubarse en/ desde/ contra la violencia (la violencia de la cultura sobre la naturaleza). Así, se nota el movimiento de un heterocosmos proveniente de la palabra que sombrea al universo que vivimos (el sentido se modifica con nuestra lectura, el sentido es el elemento aglutinante que viene de estos ritmos, de esta cadena de significados).
La geometría, cuya impronta parece León Félix Batista haber aprovechado en sus diversas facetas, vuelve a aparecer en este libro. El cuadrante, creo que todo geómetra lo sabe, es un arcaico instrumento utilizado para medir ángulos en astronomía y navegación. Desde las mirillas de su placa metálica, con forma de cuarto de círculo, se puede observar el mundo con propósitos de orientación. Éste es el observatorio que el poeta León Félix Batista avizora como idóneo para leer críticamente los críticos momentos que vive desde su lúcida escritura. Así, hay una perspectiva fracturada, que proviene precisamente de su confesa estructura: “a modo de centón”, dice el aviso que da cuenta de los tres libros de los que se han tomado fragmentos para esta composición (Caducidad, de 2011, Un minuto de retraso mental y Música ósea, ambos de 2014).
¿Hay, como lo defiende el poeta Batista, un “olvido renovable” en la superficie o en el corazón de las cosas? Parecería evadir ese escollo, esos “acres infinitos de la amnesia”. Entonces leemos encima del hombro de esta voz, que desarrolla su odisea particularísima, con sus propios escilas y caribdis, con sus islas ogigias en conflicto perenne con nuevas calipsos que se le aparecen a cada paso. La dinamia que se obtiene es de una gran hibridez sonora; el continente se metamorfosea, va del verso a la prosa y viceversa, al igual que un pedernal que contiene y hace aguardar el fuego hasta que, tras la fricción, sale de su estado latente y produce la ígnea explosión.
Otro aporte desde la geometría mitológica es el ourovoros, o la cinta de Moebius: ¿dónde empieza y dónde termina cada texto, si los ha tomado el autor de tres publicaciones previas? No hay puertos, en este sentidísimo viaje, que llamen a portulano rígido, sino a la duda, a la zozobra cuya única seguridad es la de ubicarnos en pleno sentido de pérdida. Así, somos eternos sujetos en falta, a quienes les resulta imposible hallar el rumbo hacia el equilibrio: “¿cómo cuento el accidente nudoso de su eco,/ el relámpago que abrió su trayectoria si mi cráneo/ muta en magma la trombosis de aflicción que me impulsa/ a recorrerlos?” El cuerpo una vez más, llamando desde su mediación entre la conciencia y el mundo; dándonos su versión de las cosas (que es subversión), profanando, buscando reinventarlo todo lejos de la gratuita expansión que hablaría de un universo a la deriva pero sin una mano que sepa conducirlo. Y, evidentemente, se siente la mano del poeta León Félix Batista detrás de este silencio redirigido hacia la página.
La mirada que nos hace tomar este extenso poema parece plegarse, para nuevamente replegarse; vadea, recorre, constata como un agrimensor: “los párpados aportan injertos al contorno por los túneles que pueda apuntalar; en términos palmarios: concatenan territorio, planisferios con fracturas colosales”; y al mismo tiempo que se dan de estas mediciones, brota de sus renglones una música extraña, formidable.
Entre la enmarañada celosía que tejen las ramas de esta genealogía poética, podemos vislumbrar que la idea batistiana del punto de partida del poema es regularmente la misma: la piel que se vuelve texto, glosario, en manifiesto prodigioso hacia una espiral que parte en busca de sentido: “los cuerpos sólo empiezan cazando su abstracción, nutriendo la secuencia de sus hormas/ así que sólo puedes amar su anamorfosis, sus páramos bullentes de buitres:hay cuerpos que son cactos, tubérculos translúcidos desparramando espejos, plata en polvo”; y que dialoga, desde este tiempo, con el barroco de todos los tiempos.La ruptura de lo que otros desean hallar homegéneo, la fractura del equilibrio, como lo llamaría cuando se acerca al neobarroco Severo Sarduy: reflejo necesariamente pulverizado de un saber que sabe que ya no está “apaciblemente” cerrado sobre sí mismo. Arte del destronamiento y la discusión.Sin embargo, aunque el neobarroco haya sido aceptado para fines didácticos y aglutinadores, por otro lado es necesario advertir los segmentos en que se divide la mencionada recta.
Uno de los resultados es una versión per/versa del caos. Decimos esto porque hay una suerte de deconstrucción permanente del mundo, en cuyo proceso se dislocan los fragmentos de la realidad, hasta transmitirla textualmente a los lectores en una forma que “no conoce dimensiones”. Va, así, contra la unicidad, la idea de progreso del texto hacia una resolución predecible. Esto es muy llamativo, porque registra una forma en constante mutación. Por tanto, en el mundo de la poesía de Batista, lo adjetivo presupone una vitalidad tal que rebasa lo sustantivo, y adquiere los colores de lo imprevisto: “¿cómo corregir la levadura, si desconozco su núcleo?”; equivale a articular una vía de asociación de ideas con el fin de proyectar la lectura hacia un cruce polidimensional siempre ulterior. Estamos frente a una mancha de sargazos en pleno horizonte líquido; ante una voz que no teme echar mano de lo banal para ir más allá, hacia lo que perdura entre nuestras sienes.
Otro de los resultados del tránsito por esta porosa superficie es el dibujo del poema, una vez que se ha echado mano de elementos de variada índole de los que aflora un mestizaje que podríamos calificar como denso. Lo afirma el propio poeta: “entonces la escritura recurre a la carroña, ¿qué es el dogma de ese muro para un nómada mental que retoma en la memoria sedimentos alquimistas, partículas/ primarias, pero firmes en los filos, sus espacios, en su fiel porosidad?”; entonces se recupera la visión de lo fragmentario (con lo residual consigo) por un lado, sumada a la del viaje. Y lo residual atañe, lógicamente, al mestizaje, a las adherencias propias de la necesidad de renombrar el entorno y los adentros.
Esta parte de la biblioteca León Félix Batista consigue, de esta manera, una suerte de poética expuesta de la piel estriada. Incorpora a la tradición latinoamericana su versión del discurso poético. Es como si extendiera un cuero de res a lo largo de una superficie grande y, en esa ambición de ca(p)tar el universo, se sintiera llena de diferencias y sinuosidades, impugnando programáticamente la regularidad. Entiende perfectamente que es algo más que canto lo que se espera de una poesía contemporánea. En Hedor de lo real se percibe, en numerosos fragmentos, la intención y el tono narrativos, a más de una ilación cortada:“narrando sólo nudos, precipita su reloj desgarraduras: sólo así tendrá sentido –por su descomposición– el vacío en que se hubo disgregado”; se llega a la incertidumbre a través de actos concretos, no al contrario. Vemos la dirección, las direcciones en que se dirige la voz del poeta y, acto seguido, leemos una voz desde la palabra contra la propia palabra: “pero fluir deforma, desagrega el discurrir”, y nos dejamos llamar dando tanteos para seguirla, para perdernos y recuperarnos en el inagotable ejercicio de su misteriosa lectura.
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